CONTRA LA EXISTENCIA DE ASTURIES


            CONTRA LA EXISTENCIA DE ASTURIES (22/09/2005)

En los primeros años de nuestra era, a lo largo de la muralla de Adriano, que separaba la Britania romanizada de lo que hoy es Escocia, se disponían una serie de guarniciones militares, de las que tenemos noticia a través de diversas fuentes. Entre aquéllas, la llamada Ala Primera de los Ástures (“Asturians”, escriben los historiadores ingleses) en lo que es hoy Benwell; la Segunda de los Ástures, en el actual Chesters. Significativamente, la Primera Cohorte de Hispanos (“Spaniards”) tiene su ubicación en otro lugar de la misma línea defensiva. (No puedo dejar, por cierto, de anotar que, empujados por la señardá, aquellos antepasados nuestros llevaron consigo a Inglaterra un vástago de su patria, una pequeña enredadera, la Erinus Hispanicus, un endemismo asturiano, cuyos zarcillos esguilen hoy todavía por las viejas piedras de Chesters).
Las actuales excavaciones de La Carisa nos han hecho ver que, algunas décadas antes de la invasión romana, los asturianos poseían (esto es, poseíamos) una fuerte estructura social que les / nos permitió organizar una poderosa y duradera resistencia militar contra Roma. <<La Carisa demuestra que los astures ya tenían identidad social y territorial hace 2000 años>>, dice el General Francisco Ramos Oliver, en declaraciones a la Nueva España, a principios de septiembre.
Ocuparía mucho espacio una brevísima exposición de momentos históricos en que nuestra identidad como pueblo se documenta por propios o ajenos. Dejaré constancia aquí de tres: el Poema de Almería (en torno a 1147) donde se señala que acude al combate <> con sus tropas, junto a otras del Reino; la Crónica Pelayana, para la cual los asturianos se habían convertido en el pueblo elegido por Dios (<>); el testamento del Rey Casto, que señala que la victoria de Pelayo <> (asturiano, no otro).
De modo que, a lo largo de los siglos, la conciencia de una singularidad de los asturianos como pueblo ha sido siempre una evidencia, tanto entre la gente común como entre los intelectuales. Desde el último tercio del siglo XIX, sin embargo, se suceden proclamas que niegan la existencia de una colectividad asturiana, de alguna singularidad histórica o cultural suya o del derecho a tenerla.
Esos comportamientos se manifiestan de mil modos, unas veces de forma explícita, otros mediante una sutil ocultación de la realidad. Así, frente a la evidencia de La Carisa (y otras muchas) el discurso oficial ha sido siempre –—y sigue siendo— el de que no hubo nunca una Asturies anterior a Roma, sino solo una serie de tribus desagregadas (y borrables, por tanto, del mapa y la memoria sin mayor pena), con el único vínculo común del territorio. Lo ejemplifica perfectamente el comportamiento de la inteligentsia regional a propósito de una exposición organizada durante el gobierno de don Antonio Trevín: Ástures, pueblos bárbaros en la frontera del Imperio, se denominaba. En contraste, una muestra del mismo género en Cantabria llevaba por título el de Cántabros, el origen de un pueblo.
Ese mismo menosprecio o afán por evitar cualquier elemento que pudiese reflejar una consciencia de lo asturiano se hizo patente igualmente en el nulo interés que los ponentes estatutarios tuvieron en cambiar el nombre de “Provincia de Oviedo” por el de “Asturies” (lo propuso quien esto firma) o en los más de diez años en que nuestras mayorías parlamentarias llamaron al gobierno “Gobierno regional”, evitando cuidadosamente el nombre de nuestro país (frente a lo que, por ejemplo, hicieron nuestros vecinos, titulándose “Gobierno de Cantabria”). En el colmo del despropósito, una ciudad, Xixón, levanta una estatua al exterminador y depredador (Augusto), en el entendimiento de que vino a traernos la luz, frente a las tinieblas que ellos (los asturianos, es decir, nosotros) representaban. En otras ocasiones, ese tipo de mentalidad no se limita a ocultar la evidencia o a mistificar la realidad, sino que se entrega a vehementes ataques contra lo asturiano o sus valedores (un ejemplo clásico de ello es Clarín; muestras hodiernas las encontrarán ustedes en su memoria más reciente).
El tipo de gente que se entrega a esa vehemente —y a veces sañuda— lucha contra lo asturiano suele definirse por uno o dos de estos rasgos: pertenecen a las élites intelectuales o de poder que se mueven en el amplio marco del Estado o que aspiran a triunfar en él; no son nacidos en Asturies. Los partidos políticos estatales son una especialización vehicular de estos trabajos de negación de lo asturiano y de estas aspiraciones a borrarnos de la faz de la tierra como colectividad actuante, esto es, como pueblo.
Los bienintencionados podrían pensar (o excusarse con ello los de la cuerda y sus beneficiados) que, a fin de cuentas, esa negación o ese poner en solfa la asturianidad no tiene otro interés que el emotivo, el cultural o el romántico, y que pocos efectos prácticos tiene esa hostil y terca negación. ¿Qué más da, argumentarán, que, por ejemplo, nos llamemos oficialmente Asturias o no? Aun suponiendo que las emociones, la historia, la cultura, el sentimiento y la memoria colectivos no tengan importancia alguna, se equivocan.
En primer lugar, porque podrían citarse muchos casos en que, al hacer tabla rasa de la identidad asturiana (o de sus peculiaridades, si ustedes quieren), se han dañado los intereses concretos de miles de asturianos. Dos muestras nada más: la arbitrariedad de negar un derecho foral asturiano ha damnificado expectativas y derechos de individuos y familias;  igualmente, el hacer tabla rasa de las peculiaridades de nuestro “derecho” en materia de montes ha incentivado la ruina de muchos, ayudado a la despoblación rural, generado desidia en su cuidado, incentivado incendios sin cuento. Perjuicios y agravios múltiples a lo largo de muchos años por el prejuicio de no aceptar la realidad asturiana como es y, por tanto, no defenderla.
Pero es que, además, convenientemente manejada por los partidos centralistas, esa mentalidad ha causado la falta de visión de cuáles son las prioridades asturianas y, por tanto, ha provocado la indefensión o el conformismo colectivo, pretiriendo nuestros intereses en función de los ajenos (videlicet, apoyando las pretensiones catalanistas, que redundan en contra nuestra) o lanzándonos a locas aventuras de sangre como vanguardia cuya realidad pesa poco en la balanza del Estado (tal el 34).
Y, en último término, ¿alguien juzga separable este nuestro caer los últimos tiempos, año tras año, en los parámetros de empleo, actividad económica y bienestar, de esa mentalidad que niega la identidad de Asturies como pueblo, y aun como cosa a considerar en sí, y la somete a intereses y empresas siempre tenidos como más altos o importantes?
No. Quienes niegan o atacan nuestra identidad y nuestra existencia como pueblo no menoscaban un concepto o mancillan una emoción. Su víctima no es el ente  abstracto de Asturies, sino que lo son los concretos e históricos ciudadanos asturianos.


ADDENDA: EN LA DÉCADA DE 850 COMIENZA A HABER UN ÉXODO HACIA ASTURIES DE LOS MOZÁRABES: «Así lo dice expresamente la Rotense al hablar de la repoblación de las ciudades de León, Astorga, Tuy y Amaya Patricia, «de antiguo abandonadas», a las que Ordoño «llenó de gentes, en parte de las suyas, en parte de las llegadas de España». Y esa España, en las crónicas de ese período, era el territorio bajo dominio musulmán». 

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