Un alcuentru con Fidel Castro

Castro, ni como orador ni como dirigente político: la primera vez que le oíste hablar fue en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1967: había sido convocada la muchedumbre de obreros, guajiros y estudiantes para escuchar las palabras del Líder Máximo, en aquel aniversario del Moncada: llevaba la muchedumbre horas bajo el sol implacable no aparecía el Líder Máximo: corría el sudor y corrían las botellas de ron: al fin, después de una larga espera, apareció el Líder Máximo: comenzó su discurso y a los diez minutos ya estabas hasta la coronilla de tanta castellana retórica: y es que Fidel Castro, en un país de cam­pesinos y de razas mezcladas, hablaba la lengua del Imperio, la lengua de la burguesía colonial española: se te antojaba estar escuchando un discurso de tu abuelo Antonio Maura, o de Manuel Azaña: con perdón de los manes de Antonio Maura y de Manuel Azaña, que eran mejores oradores, porque eran menos prolijos y de mayor elaboración intelectual: era un discurso magistral y lejano, que pasaba por encima de las cabezas del pueblo allí congregado: era la retórica del poder populista, que no podía, ni tal vez pretendiera, suscitar comprensión cabal, sino tan sólo adhesión fervorosa y admiración de los de abajo por aquel abo­gado talentoso, aquel «gallego» que tan bien y tan incansablemente hablaba en su nombre, o sea, hablaba en su lugar, en su silencio, única voz autorizada en el oscuro silencio de las masas:
volviste a escuchar a Fidel Castro unos meses más tarde, en el acto de clausura del Congreso Cultural, y volviste a sacar la misma Impresión: días después, Llanusa, que era por entonces ministro de Educación, te comunicó que Fidel Castro quería tener una entrevista
con algunos intelectuales extranjeros de los que habían participado en el Congreso Cultural, para cambiar impresiones sobre sus resultados: te comunicó que habías sido elegido para formar parte de esa delegación o representación, designada a dedo, de los intelectuales europeos, junto con K. S. Karol y Ralph Miliband: pues bien, muy bien, ¿por qué ­no?: al día siguiente, se os pidió que no os alejarais del Habana-Libre, en espera de esa entrevista con Castro: comenzó la espera a las nueve de la mañana: cada hora, más o menos, llegaban recados urgentes: paciencia, ahora va ser, en seguida, ahorita mismo: por fin, hacia las diez de la noche, doce horas después, vino a buscaros Llanusa con un coche: os llevó al estadio cubierto del Instituto Nacional de Deportes, os explicó que esa noche Fidel Castro solía jugar al baloncesto con un equipo de capitanes y comandantes de las fuerzas armadas: que en algún momento de la velada deportiva os recibiría para cambiar impresiones: os pareció absurdo, desde luego: pero en fin, ya teníais cierta costumbre de esos métodos de trabajo, que se presentaban como antiburocráticos cuando sólo eran desordenados: como si la burocracia consistiera tan sólo en trabajar en los despachos: como si el movimiento febril de los dirigentes, siempre a uña de jeep, de un sitio para otro, organizando reuniones imprevistas a las horas en que los simples mortales suelen dormir, después de una jornada de trabajo, fuese una garantía de democracia: sea como sea, llegasteis al estadio del Instituto Nacional de Deportes y allí estaban los componentes de los equipos de baloncesto, esperando también al Líder Máximo y Pri­mer Encestador: pasó el tiempo y hacia las once y media de la noche se armó cierto revuelo: los hombres de la Seguridad del Estado se desplegaron estratégicamente por todo el recinto, porque llegaba Fidel Cas­tro: os presentó Llanusa al Líder Máximo y dijo éste que hablaríais más tarde, después de que hubiera jugado al baloncesto, ya que necesitaba desfogarse haciendo un poco de ejercicio físico: pues bien, a esperar: os instalasteis en las gradas, junto con el séquito de Fidel, mientras comenzaba el encuentro: entonces te diste cuenta de que había allá lejos, del otro lado del estadio, en un palco alto, unas cuantas mujeres: preguntaste quiénes eran y resultó que eran las compañeras de algunos de los ministros y jefes militares que estaban jugando con Fidel Castro, o que le acompañaban: te llamó la atención, lógicamente, que las mujeres estuvieran allá, del otro lado, solas, discriminadas, sin acercarse 
a los hombres, dueños y señores de la revolución: te pareció significativo ese aislamiento de las mujeres, lo anotaste en tu memoria: pero había empezado el encuentro de baloncesto: es un deporte que conoces bas­tante, por haberlo practicado algunos años, en tu lejana juventud: a los pocos minutos, te diste cuenta de que la defensa del equipo adverso no hacía nada para impedirle a Fidel Castro encestar una vez tras otra: a un jugador que corre, haciendo rebotar el balón, atravesando la de­fensa contraria, es facilísimo pararle los pies, o bien obligarle a come­ter una falta por intento de pasar por fuerza: pues Fidel Castro pasaba cada vez y encestaba siempre de la misma forma: anotaste también ese detalle, irónicamente: era divertido e interesante ver manifestarse el culto a la personalidad en un partido de baloncesto:
conservas algunas fotos de aquella noche, hechas por algún dili­gente fotógrafo cortesano: en la mayor parte de ellas está Fidel encestando, triunfal y prepotente: en la última estás hablando con el Líder Máximo, al borde de la cancha:
y es que llegasteis a hablar finalmente: mejor dicho, llegó a hablar Fidel: hacia las dos de la mañana, después de haber jugado dos encuen­tros completos, sudoroso y jadeante, pero visiblemente desfogado, Castro se acercó por fin a vosotros y se dignó dirigiros la palabra: pero no os hizo ninguna pregunta acerca del Congreso Cultural, ni permitió que vosotros le hicierais alguna a dicho respecto, a pesar de que habíais sido urgentemente convocados con ese fin: de buenas a primeras, de sopetón, os soltó un largo discurso sobre los problemas económicos de la agricultura cubana, y muy especialmente sobre la necesidad de desarrollar la producción de cítricos: con la boca abierta, al1 menos metafóricamente, estuviste escuchando todas las sandeces primarias que a Fidel Castro se le iban ocurriendo: luego, al cabo de tres cuartos de hora de perorata a ritmo de ametralladora verbal —que el pobre «Papito» Serguera intentaba traducir para K. S. Karol y Ralph Miliband, cosa que tú no necesitabas, puesto que Castro hablaba la lengua del Imperio—, se acercó Vallejo, el médico personal del Líder Máximo, y le llamó la atención sobre la hora tardía y la necesidad de tomar algún reposo después de tanto ejercicio físico:

y se os fue Fidel: se fue el Caballo:
después, a las tres de la mañana, os ofreció Llanusa unas tazas de café: os regaló algunos libros: derretidas y descompuestas estaban allí, en el salón donde se os obsequió con aquel brebaje, las señoras de Llanusa y de los jefes militares o civiles que se habían quedado para participar en aquel último intercambio de vulgaridades inconsistentes: pero estaban muy comedidas, muy en su sitio, sin decir palabra: como Dios manda icarajo!:
y no piensas que sea necesario completar este informe fidedigno de tu única entrevista con Fidel Castro reproduciendo sus ideas sobre la producción de cítricos: realmente no piensas que sea necesario.

No hay comentarios: