Artículu íntegru. Asoleyóse nel suplementu extraordinariu de La Nueva España del 19/12/2016, con motivu de los 80 años del periódicu.
CAMBIAR EL
SOFTWARE
Modificar
nuestra mentalidad colectiva (nuestras cabezas) es, a mi juicio, el mayor
desafío que tiene nuestra sociedad. Porque es nuestra mentalidad colectiva la
que impide, en muchas ocasiones, que puedan ser planteadas las soluciones
adecuadas o la que hace que las acciones que se emprendan no sean plenamente
eficaces.
Dos
son fundamentalmente las peculiaridades de nuestra forma de ver el mundo y de
estar en él que resultan negativas: nuestra escasa conciencia colectiva de
asturianidad, nuestro escaso aprecio por lo nuestro y los nuestros; la segunda,
una concepción del mundo que tiende a mirar hacia atrás en vez de situarse en
la realidad del presente y que, a su vez, tiene mucho de mentalidad mágica.
No
creo que nadie discrepe de nuestra escasa capacidad para apreciar y valorar lo
nuestro y los nuestros y, en consecuencia, para hacernos oír. No me refiero
aquí, créanme, a un asturianismo político, sino a algo más simple y cotidiano.
Por ejemplo, a la admiración y respeto que profesamos a quienes vienen de fuera
y al escaso aprecio que manifestamos hacia nuestros vecinos en cualquiera de
sus saberes o negocios. Esa falta de empatía hacia lo asturiano tiene decenas
de manifestaciones que tienen que ver con el negocio o con el empleo. No hay,
por ejemplo, nada más desconocido para muchos asturianos que la propia
Asturies. Los ejemplos podrían multiplicarse: salgan ustedes fuera y no habrá
restaurante en que no le sirvan las aguas del lugar, aquí eso es muy difícil. Y
lo mismo ocurre con la apreciación de nuestra cultura, desde la contemporánea a
la prehistórica, o con la historia de nuestro Reino y nuestro arte asturiano,
que no somos capaces de convertir en un imán para el turismo, entre otras cosas
porque lo valoramos nosotros en poco. ¿O qué decir del turismo interior?
Y,
hacia afuera y en lo político, eso nos hace daño. No se trata de que haya aquí
más o menos inversiones, o de que las obras se dilaten en el tiempo de forma
inaceptable: en esas materias todo el mundo tiene agravios. Pero lo que sí es
cierto es que nuestras formaciones políticas tienden a apoyar, por “razones de
Estado”, decisiones que benefician a otras comunidades y que a nosotros nos
perjudican. Y en lo interior, se pactan o se dejan de pactar unos presupuestos
en función de los eventos de la política estatal. Que no exista entre nosotros
esa conciencia de comunidad facilita que los ciudadanos no exijan otro
comportamiento a los partidos y que se acepten esas decisiones perjudiciales.
(Todo
ello es compatible, cómo no, con que miles de asturianos amen la gastronomía de
su concejo, la virgen de su pueblo o las patatas de su campiña. Pero ese amor,
ese asturianismo, es intrascendente, y no se convierte en un actuar que supere
el valle o la ciudad).
El
segundo de los vectores que convendría modificar sería el de lo que podríamos
llamar una visión del mundo que es a la vez “orfeíca” y “moiseíca”. Orfeíca, en
cuanto que mira hacia atrás en vez de hacia delante y, olvidando cuál es el
mundo contemporáneo, sus innovaciones tecnológicas y la interdependencia entre
países, sigue viendo la realidad como si el país viviese todavía en un ámbito
semiautárquico donde las decisiones económicas y empresariales dependiesen casi
exclusivamente del Gobierno. Moiseica, en la medida en que no se entiende que no
existen derechos que consistan en devengos si no existen ingresos, y que piensa
que no hay más que exigir para que, como el maná, el dinero descienda desde el
cielo; sin entender que el exceso de hoy ha de pagarse mañana, no sólo en
dinero, también en paro. Esa mentalidad tiene como consecuencias prácticas el
ocultar o hacer de menos todo lo relativo a la iniciativa privada, y en
dificultar muchas veces, por vías variadas, el crecimiento económico.
No
se me escapa que es ese un mal común en España, y aun en gran parte de Europa,
pero aquí, en Asturies, esas mentalidades tienen un peso especial por nuestra
historia económica minera e industrial y por el volumen de la empresa estatal
con Franco. Además, desde la Transición, esas mentalidades se han constituido
como dominantes, tanto en el discurso colectivo como en lo que podríamos
denominar la ocupación de los medios, constituyendo en estos un relato, sino
exclusivo, sí al menos predominante y, desde luego, reduccionista. Y en todo
caso, sean cuales sean las manifestaciones de esos males fuera de nuestras
lindes, lo que a nosotros nos deben preocupar —y lo que debemos solucionar— son
nuestras cosas.
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