Darwinismo progresista

(Ayer, en La Nueva España) DARWINISMO PROGRESISTA Abro el periódico. En dos únicas páginas y en un solo día se anuncia la supresión de 280 plazas de aparcamiento, 200 en La Calzada, 80 en Pablo Iglesias. Otras dos noticias, ahí mismo, hablan de otras intervenciones donde “se procurará no suprimir plazas”. No es una información extraordinaria, cada pocas semanas se anuncian en Xixón intervenciones que suponen la eliminación de plazas de aparcamiento. Eso sí, también ocasionalmente se habla de futuros aparcamientos para los que no hay planes ni plazos. Para lo que sí los hay es para el arrasamiento de los estacionamientos actuales. Naturalmente, todo ello se hace en nombre del “progreso”: más zonas verdes, más carriles para bicicletas (de escasísimo uso, en su mayoría), más zonas peatonales, menos contaminación y el resto del discurso que ustedes saben. No es Xixón el único lugar donde esto ocurre, es una tendencia general en muchas ciudades, es cierto, y en todas se realizan idénticas operaciones, en más o en menos, con idéntica prédica. Ahora bien, descendamos del discurso a los hechos. ¿Esas plazas quién las ocupa? Pues aquellos que no disponen de aparcamientos en sus edificios o en sus xalés, como muchos de los que sientan doctrina progresista y ejecutan aparcamientos; los que no tienen garajes guardacoches en su barrio –la mayoría de los barrios carecen de ellos- o no pueden pagarlos. Esto es, en traducción, la recién hallada por Sánchez “clase media trabajadora” que, con mucho esfuerzo, ha comprado un coche para su servicio y disfrute, pero que sus rentas son limitadas y no puede pagar más de 100 euros mensuales para guardería. ¿Dónde dejarán sus coches estos ciudadanos ahora? Pues mucho más lejos y con más incomodidades, si es que encuentran plazas. Aunque la doctrina oficial pretende, en realidad, que dejen de usar el coche (¿y venderlo?) y que usen el autobús o la bicicleta. Pero esa escabechina continuada no afecta únicamente a quien usa el automóvil para desplazarse en él –al trabajo o por recreo, solo o con su familia-, sino a quienes lo tienen como instrumento de trabajo: repartidores, reparadores, servicios de todas clases. A todos ellos se les pone cada día más difícil el encontrar un lugar donde depositar su vehículo mientras trabajan, con lo que se encarece su actividad: menos tiempo de trabajo, más costos, más esfuerzos para transportar las mercancías, más incomodidad, más malhumor. Se trata, al margen de los discursos, de una especie de darwinismo que implica el sacrificio de los más débiles como una condición inevitable para la mejora de la sociedad, o de lo que se entiende por tal, mucho de ello discutible. Ese darwinismo se completa, en el caso de los vehículos de motor, con otro: las trabas que se ponen a los vehículos de cierta antigüedad para aparcar en el centro de las ciudades. Da igual que pasen perfectamente la ITV, y que, por tanto, su capacidad de contaminación esté dentro de los límites tolerables. La finalidad es expulsar lo antiguo y promocionar lo nuevo, el coche eléctrico, que, como se sabe, es muchísimo más caro de lo que es un coche de gasoil y gasolina y, por tanto, no está tan fácilmente al alcance de aquellos a los que se quiere hacer renunciar o a ello se obliga, los del nuevo sintagma camelístico, “la clase media trabajadora”. Y ello sin contar con que todo lo relativo al coche eléctrico se acerca a un engaño colectivo: además de caro, su autonomía es relativa, los puntos de recarga, insuficientes; pero, sobre todo, existe un problema con las actuales baterías de litio, un material escaso que no podría atender una demanda mundial extensa, que presenta problemas de reciclado y cuya sustitución, hoy en día, representa un monto económico igual al de un coche tradicional de gama baja. De modo que es posible que esa bandera salvadora agitada actualmente deba ser modificada mañana por otra nueva. Uno no cree en conspiraciones, pero está tentado a pensar si toda esta estrategia de persecución y achatarramiento de los coches tradicionales no sirve a determinados intereses económicos. Desechémoslo. En todo caso, lo que es seguro es que va a perjudicar a las clases trabajadoras y a las clases medias de menor capacidad económica, es decir, que las fuerzas que se autodenominan progresistas perjudican a aquellos que dicen defender. No otra cosa ocurre con la descarbonización enloquecida de SánchezRibera: miles de empleos perdidos, ninguno compensado, la electricidad más cara. Eso sí, en nombre del progreso, o tal vez, solo, del progresismo, que es, fundamentalmente, un discurso que, si no captura CO2, sí votos. Aunque es posible que se le fuguen por otro lado, por el lado de sus víctimas.

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