NO «MÁS ESPAÑA»: MÁS ASTURIES


En los últimos tiempos se ha venido levantando una vagamar creciente contra las autonomías. En esa actitud hay bastantes más componentes que las causas «objetivas», pues, si es cierto que se puede acusar a las administraciones periféricas de despilfarro económico, contrataciones excesivas, gasto clientelar y déficit, no es menos cierto que la administración central y los ayuntamientos son tan responsables de esas prácticas como las autonomías, y, sin embargo, no son objeto de una tan feroz campaña de ataques. El «plus», por tanto, de inquina hacia las autonomías se debe a razones de tipo ideológico (una arraigada tradición uniformadora y centralista, fundamentalmente) y a componentes de tipo emocional frente a lo que pudiéramos denominar «nuevos señoritos». Sobre ello, se está sustentando un discurso de vuelta atrás y de eliminación o disminución del entramado autonómico.

Curiosamente, en ese planteamiento destacan Asturies y Madrid, como las autonomías donde esa posición tiene más predicamento. Ya he señalado aquí, en La Nueva España, cómo, en gran medida, ello se debe a la práctica inexistencia de una opinión pública asturiana (esto es, conformada aquí, desde nuestra perspectiva y sobre nuestra realidad, no meramente vicaria) y a la ausencia de discurso autonomista de los dos partidos que, en nuestro país, gozan de las canonjías del sistema descentralizado. Debe apuntarse también que ese sentimiento antiautonomista es bastante mayor en la derecha que en la izquierda, en coherencia con las componentes históricas y sociológicas de la misma. Hemos subrayado, asimismo, las incoherencias del discurso: quejarse, por ejemplo, de que nuestro gobierno presiona poco al central y querer menos autonomía; estar satisfechos con la gestión en sanidad o carreteras propias y ser partidarios del centralismo.

Preguntémonos si le convendría a Asturies una vuelta al uniformismo centralista. Cualquiera recordará, por un lado, qué difícil era en otros tiempos conseguir decisiones administrativas simples (una escuela, un centro de salud) cuando toda la gestión del estado dependía de la capital del Reino y aquí no había más que delegados sin poder efectivo y con la perspectiva personal de realizar su carrera a base de «no dar la lata» en Madrid. Señalémoslo: aunque aquí los políticos mayoritarios siguen siendo como los de «aquellos tiempos», la gestión de la administración ha mejorado en rapidez y eficacia. La vuelta, pues, a un sistema de gestión política centralizado supondría un claro empeoramiento, y el caciquismo o «los contactos» supondrían la única forma de conseguir cosas. Si se piensa, por ejemplo, que, con autonomía, «no pintamos nada» para el Gobierno central, ¿qué sería sin ella?

Pero supongamos que, efectivamente, se llegare a conseguir la devolución competencial y la desaparición de las autonomías. Como es evidente que la reducción no se produciría en, al menos, Cataluña, Euskadi y Navarra, lo que ocurriría sería que se establecería un Estado de dos niveles, el federal-autonómico y el centralista-uniformista, reforzando y consolidando, así, lo que ya hoy está en ciernes. Tal situación, hacia la que apuntan tanto los recentralizadores como los federalistas, no nos sería en nada beneficiosa a los asturianos.

En mi opinión, el problema a que nos enfrentamos los asturianos es que no hemos sabido gestionar bien el sistema autonómico, que no hemos extraído todas sus potencialidades. Ello se ha producido mediante la conjunción de liderazgos sociales y políticos poco interesados en la autonomía y la realidad asturiana; la implantación en la sociedad de discursos que hacen confundirse los intereses de los asturianos con los de los ciudadanos de otras partes de España; el mantenimiento generalizado de un visión conservadora y falsa del mundo contemporáneo; la entrega, mediante el voto, de la gestión administrativa y económica a equipos, por lo general, desorientados e incapaces; incluso, una gestión deficiente —en cuanto pobre y simplificadora— por parte de los ciudadanos de los equilibrios y contrapesos de la representación y del control políticos.

Ahora bien, no debe creerse que un mejor uso de la autonomía o una mayor capacidad política y competencial debe servir sólo para «pedir o exigir más a Madrid», según tantas veces se piensa, sino, más bien, para exigirnos más a nosotros mismos, confiar en los más capaces e innovadores, premiar el esfuerzo, buscar que queden aquí la juventud y los mejores (y aun que vengan de fuera), confiar más en lo nuestro y en los nuestros, modernizarnos, «querernos más». En una palabra, actuar desde la primacía de los intereses de los asturianos y para ellos, no considerándolos inexistentes o subordinándolos a otros (lo cual, es obvio, no implica, para nada, vocación de conflicto buscado o de segregación), ni, mucho menos, juzgándonos como infantes incapaces de actuar sin la tutela o el auxilio de sus mayores.

En una palabra, nuestra crisis permanente (desde hace décadas —subrayémoslo— cuando España va bien, Asturies va regular; cuando mal aquella, nosotros también) no se debe a un exceso de autonomismo o asturianismo, sino a su escandaloso déficit. Nuestra curación no ha de venir, por tanto, de «más España y menos Asturies», sino al revés.

1 comentario:

María dijo...

Y tamién tien culpa la falta de xuntanza ente tolos nacionaliegos pol futuru d'Asturies, ¿non?.