Quienquiera que tuviese un poco de memoria concedería escasa fiabilidad a los gestores de la Unión Europea y, por tanto, ningún crédito a sus propuestas y pronósticos. Si hacemos un repaso somero de los últimos años, debemos recordar que la constitución del Sistema Monetario Europeo (1979), que debía estabilizar las monedas a él adscritas, acabó con un rotundo fracaso (un especulador principal, George Soros, fue su debelador), el cual dio paso a la posterior integración monetaria en el euro en 2002. Los tratados de Niza (2001) y de Lisboa (2007) hubieron de ser sometidos a importantes torsiones interpretativas, semejantemente a lo que en su día ocurrió con la Constitución y el Estatuto de Andalucía, a fin de que pudiesen funcionar, al no haber sido ratificados, al menos inicialmente, en algunos de los países firmantes. El Banco Central Europeo se crea con la finalidad económica principal de la de contener la inflación, lo que parece un mandato claramente insuficiente. Al mismo tiempo, el Plan de Estabilidad que acompañó al nacimiento del euro fue incumplido desde el primer momento por, entre otros, Francia y Alemania, hoy los impulsores más radicales del «déficit cero», etc. A esta incapacidad por prever la realidad y lidiar con ella —consustancial a casi todas las iniciativas y líderes de la Unión Europea— se ha venido sumando, paralelamente, un procedimiento de «patada a seguir», en virtud del cual cada nuevo tratado, y casi cada nueva presidencia turnante, ha venido a ampliar el número de países, de compromisos comunes o de instituciones comunitarias, de algunas de las cuales, como la del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, se ignora para qué pudieran servir, aunque se conoce su absoluta ineficacia hasta ahora. El euro mismo, cuyo propósito inicial manifestado era sencillamente el de dar estabilidad a la moneda y abaratar las transacciones financieras y de mercancías, se ha convertido en un monstruo que amenaza con devorar economías y países. Ahora bien, los problemas que conllevaba su implantación, tanto para cada una de las economías nacionales como en lo relativo a crear tensiones en los mercados, eran fácilmente previsibles. Alguien escasamente conocedor de la economía como yo, los enunciaba aquí, en LA NUEVA ESPAÑA, el 02/11/2002, en un artículo titulado «Europa: economía, moneda y empleo», que los invito a releer.
Algunos piensan que una nueva «patada adelante», esto es, una mayor integración europea, con un gobierno único europeo y otras instituciones «eiusdem furfuris», implicaría la solución definitiva de todos estos problemas. La experiencia, como creo haber dejado sentado, demuestra que, hasta ahora, la mayoría de las últimas «ideaciones» europeístas se han equivocado en el análisis y en el manejo de la realidad. No hay, pues, ninguna razón para suponer que otra ideación intensificadora de ese camino hacia la gobernanza única alcanzase ningún éxito, ni siquiera que tuviese que ver con la realidad sobre la que se pretende incidir. En segundo lugar, la idea de una nación única europea, o cosa semejante, parece un ingeniación idealista e irrealizable. La identidad de las naciones que forman la UE es una sólida construcción que se ha puesto en pie a lo largo de siglos y es difícilmente desmontable en beneficio de otra identidad común; la de Europa (sobre cuya entidad ni siquiera existe acuerdo entre sus más conspicuos ahormadores unitaristas) es, por el contrario, una realidad conceptual. Entre unas y la otra existe la misma divergencia con respecto a su materialidad que la que va entre las palabras que nombran directamente las cosas y el hiperónimo que contiene la abstracción común a los sustantivos que designan los seres reales. Y, por último, es dudoso que el concepto de democracia representativa pudiese tener el mismo significado fáctico y la misma efectividad que le asignamos hoy cuando fuese practicado en ámbitos tan extensos y diversos, pero eso es harina de otro costal, que podríamos abordar otro día.
Lo que sí es cierto es que, aunque las tensiones sobre el euro se estabilizasen con los compromisos que podríamos llamar de equilibrio presupuestario —lo que está por ver— tomadas en la cumbre de jefes de Estado y Gobierno de los pasados 9 y 10 de este mes, Europa y España van a seguir sometidos a los problemas de fondo de su economía: el progresivo envejecimiento de su población y sus no muy altos parámetros de innovación tecnológica e industrial, es decir, el peso de los compromisos financieros para atender las políticas sociales y la disminución de su capacidad competitiva en el mundo.
Esa situación, si preocupante en Europa, es gravísima en España, cuyo paro, superior en un 50% a la media de la UE, es el reflejo más claro de nuestros problemas de fondo y de nuestra incapacidad para crear riqueza. Y no digamos ya nada en Asturies, donde cuando las cosas van bien en España, aquí van mal o regular, cuando allí mal, aquí peor; y cuya realidad, por tantas razones, parece haber sido predicha ya en el XVII por nuestro compatriota Martín González de Cellorigo: «No parece sino que han querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural».
Para resolver esos problemas, el euro convulso que encarece los préstamos no es más que una dificultad añadida en este momento. De él a lo más que podemos aspirar es que a deje de serlo, pero en nada nos va ayudar para resolver el problema del crecimiento económico y el de nuestra diferencia tecnológica y productiva con los países más dinámicos y ricos del mundo. La cuestión es que no podemos descabalgarnos de la moneda común (tampoco podemos evitar que se nos descabalgue, por argayu de la misma) o, al menos, no sabemos cuál es el costo de ese hipotético episodio (de hecho, es impredecible), tanto en términos materiales como en los de convulsiones sociales. Y, a propósito de estas últimas, corremos el riesgo en toda Europa de que aumente su frecuencia e intensidad si las cosas no mejoran en un plazo razonable. La gravedad de las mismas no solo dependerá de las causas que las provoquen, sino, como siempre, de quién esté dispuesto a aprovechar la situación en beneficio propio y en qué términos.
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