Rajoy y el mundo paseriforme



Supongo que todos ustedes han visto algún ejemplar de pájaro cuando no está en reposo: se mueve continuamente de acá para allá, engulle cuanto puede sin dejar de moverse, para eyectarlo sin mucha dilación. Si van en bandada —jilgueros, gorriones, por ejemplo— su agitación, sobre producirse sin descanso, es además unánime. En algunos esa inquietud es tan notoria que ha llegado a darles su nombre común, «xingalráu». Es posible que esa índole «paseriforme», esa inquietud y ansia incontrolable por devorar novedades a fin de olvidarlas con la rapidez con que don Juan Tenorio olvidaba sus «conquistas», caracterice desde siempre a la especie (Lope justificaba en «la cólera del español sentado» la necesidad acumular episodio tras episodio en sus dramas, a fin de aquietar y satisfacer al espectador). Pero es evidente que, desde comienzos del XX, y, en especial, desde la multiplicación de los medios de comunicación y la aparición de internet en las últimas dos décadas, el paseriformismo se ha convertido en un torbellino acuciante, en una rueda de molino que necesita moler y meter ruido sin descanso. Hasta el punto de que el nombre y el método de esa infinita molienda sin reposo ha venido a encontrar su metáfora oportuna —seguramente sin pretenderlo ni saberlo— en la red más afamada en este momento: «Twitter», el «pío» del paxarín (y, al tiempo, el ruido con que acompaña la ingestión y la deyección).

Viene ello a cuento de la algarabía que se ha montado a propósito de los silencios de Rajoy tras haber obtenido a través de las urnas el 20 de noviembre un pagaré de presidente ejecutable —de no mediar accidente— en torno a las Navidades. Como yo, ustedes habrán oído a comunicadores, tertulianos, hombres de empresa y sesudos economistas correr a decir lo que don Mariano había de hacer «ya», sin dilación y al día siguiente de las elecciones: exponer su programa económico, exhibir su ministro de economía, hacer público su gobierno, decir dónde y cuánto iba a recortar, manifestar sus propuestas legislativas concretas... Al mismo tiempo, se le exigía que, a cada paso o suspiro que diese, promoviese una rueda de prensa para contar lo que había hecho ese día y lo que haría al día siguiente. De no hacerlo así, se nos decía, los mercados nos acosarían aún más, subiría la prima de riesgo, nadie nos compraría la deuda, etc. Naturalmente, detrás de todo ello no había tanto una preocupación por la situación económica, sino esa necesidad de «paxarear» que aguijonea a nuestra sociedad.

Curiosamente, por cierto, en paralelo a los silencios de Rajoy, ha descendido en la coyuntura el agobio de nuestra deuda. ¿Por la discreción de don Mariano? No, por razones que ni tienen nada que ver con el mutismo de este ni habrían tenido que ver con la parpayuelería a que se lo requería.

Don Mariano se está comportando, como lo que es, un ciudadano español de clase media-alta de tradición burocrática, que cree que el respeto de las normas y de las leyes es parte esencial de la democracia no solo como manifestación coyuntural de la voluntad popular, sino como continuidad de la sociedad y de la estabilidad, así como garantía misma de los derechos individuales y del progreso y el bienestar colectivos. «Soy un tipo previsible de Pontevedra» —aunque, en realidad, nació en Santiago—, le gusta decir de sí mismo. Y en esa previsibilidad y ese arraigo provinciano, que implica falta de fantasía y descreimiento de las grandes palabras y discursos totalizadores (de las «ideologías»), se encuentran sus virtudes políticas. Virtudes (previsibilidad, estabilidad, estado de derecho, seguridad en las leyes, sentido común), por cierto, que constituyen algunos de los parámetros que conforman las bases más sólidas de los países donde la riqueza, el desarrollo y la inversión (y sus corolarios, el empleo, el bienestar) encuentran su arraigo de forma continuada.

A propósito, en esa línea de actuación era previsible su decisión de hacer público el que nadie conocería su gobierno hasta tanto no lo diese a conocer al Rey (y hasta tanto no fuese efectivamente presidente, evidentemente), según mandan la Constitución, la buena educación y las buenas formas democráticas. Créanme, me he reído mucho al ver la irritación de los paseriformes ante el anuncio que, entre otras cosas, desconocía sus consejos y defraudaba sus ansias.

(Incidentalmente, les señalaré que yo nunca he creído en el Rajoy pusilánime y vago que se han empeñado en pintar tanto sus adversarios prisoideos como sus enemigos esperanzados. Saben y recuerdan mis conocidos dos cosas que hube manifestado en el pasado a propósito de los avatares de don Mariano. La primera, en torno al congreso de Valencia del 2008. Pese al ruido mediático de aquellos tiempos, afirmé en primer lugar que el de Pontevedra ganaría sin problemas el congreso y, después, cuando se aseguraba que duraría dos días, sostuve siempre que se mantendría en el cargo sin más contratiempos. La segunda, en relación con la acusación de falta de programa y de valentía para exponerlo, sin lo cual, se decía, nunca ganaría las elecciones —repasen ustedes la prensa, por favor—. Pues bien, también aquí reiteré (y ya al día siguiente de las anteriores elecciones, las que dieron el segundo triunfo a Zapatero) que, dada la estructura sociológica del voto español, la única forma de alcanzar el triunfo era conseguir no suscitar demasiada «excitación» en las filas de la izquierda, facilitar en el votante de esa demarcación la desafección coyuntural, pero efectiva, con respecto a los suyos.)

Lo que antecede pretende ser una descripción de la realidad del presidente in péctore. También, la transmisión de un convencimiento, el de que aquellos vectores de nuestra economía y nuestro futuro que de nosotros dependen en lo inmediato van a estar dirigidos por un tipo voluntarioso, «previsible» y con los pies pegados al suelo. Y los primeros indicios son buenos: quedan dichos el silencio y la discreción, su respeto por las normas y las formas; añádase la rápida sucesión de contactos; destaquemos, de entre ellos, el tenido con sindicatos y patronal y, sobre todo, la imposición de plazos perentorios para llegar a un acuerdo, y el anuncio de que, en caso contrario, el gobierno legislará ipso facto. Porque, recordemos, el ejecutivo de Zapatero y el PSOE estuvieron siete años esperando el acuerdo entre patronal y sindicatos para al final legislar, además de tarde, mal. Y ahí, aunque nunca se diga, estuvo una de las causas más importantes de la crisis y del paro, no en el tópico de que «reconocieron tarde la crisis», a la que, por cierto, no es que no la hubieran reconocido, sino que tuvieron un análisis absolutamente erróneo de su carácter y componentes.

Y en lo que respecta al programa de don Mariano, de ello hablaremos otro día; pero dejemos constancia antes del comportamiento ejemplar de Rodríguez Zapatero y su gobierno en el traspaso de poderes.

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