De manera insólita, los actos
papales y pascuales (de Resurrección) han venido convirtiéndose en noticia
destacada a lo largo de estos meses para el público general. Y aun no
perteneciendo al «club», no cabe duda de que tanto los hechos como lo que en
torno a ellos se ha manifestado tienen interés social, cultural e intelectual.
La renuncia de Benedicto XVI
llamó la atención, ante todo, por lo insólita. Efectivamente, solo un puñado de
papas había presentado la renuncia antes de hacerlo el ahora emérito, la
mayoría de ellos por razones de violencias, cismas o herejías. Otros fueron
depuestos o declarado nulo su nombramiento. En todo caso, desde Celestino V
(1294), no había habido una retirada voluntaria. Pero sobre todo, y aunque
existe previsión de renuncia en el Código de Derecho Canónico, el acto de
Benedicto XVI plantea algunos interrogantes sobre la proclamada «iluminación»
del Paracleto en su elección. Porque, ciertamente, si es que él ha intervenido,
¿es la renuncia una rebelión contra su voluntad? ¿O habrá de entenderse que en
el acto electivo obra ya la presciencia de la Tercera Persona? ¿O es esa
presciencia predestinación y habremos de negar por ello el libre albedrío?
La selección habida en la
persona del nuevo papa, Francisco, ha provocado multitud de informaciones,
fundamentalmente las relativas a su condición de ciudadano sudamericano y las
atingentes a los hábitos y actos de que se viene acompañando; actos y hábitos
que contrastan con la solemnidad y el lujo de anteriores pontífices y que son
como un a modo de guirnalda que se desprende del simbolismo del nombre,
Francisco, a secas, que eligió para sí mismo al empezar a desempeñar su nuevo
ministerio.
Pero lo más notable, sin duda, ha
sido el silencio que, incluso entre los de puertas adentro, se ha producido en
torno al significado central de lo que son la Iglesia y el papado. Porque el
tuétano mismo, el significado único de lo que es la institución de Pedro, es el
de la resurrección de Cristo, lo que se conmemora precisamente en esta Pascua.
Porque, al margen de ese elemento central, en el que se puede, obviamente,
creer o no creer, todo lo demás —que es de lo que se ha venido hablando— es
puramente accesorio y aun trivial, hojarasca. Lo dijo en su día aquel
torbellino de acción y pasión, Pablo de Tarso, con su dramatismo descarnado: «si
Cristo no ha resucitado somos los más miserables de los hombres». Y es que,
efectivamente, es la creencia en ese hecho histórico la que permite a los
fieles construir sobre ella los dos elementos centrales que conforman la
mayoría de las religiones, la de que se sobrevive a la muerte, y la de que en
esa sobrevivencia encontraremos a los nuestros (el amor es, en una de sus
muchas manifestaciones, otra cosa que el sexo) y la justicia, para unos en
recompensa por sus sufrimientos, para otros en castigo por sus daños. Lo ha
tenido que recordar el propio Francisco: «Si la Iglesia no proclama a Jesús se
convierte en una oenegé». Y, sin embargo, como he dicho, la mayoría de prelados
y fieles han hablado de conceptos como «sencillez», «cambio», «Iglesia de los
pobres», «nuevo rumbo», «aggiornamento», como si tuviesen pudor de proclamar su
verdad esencial y trascendental, o como si tuviesen dudas sobre ella.
Fuera de ese elemento central o
privada de él, la Iglesia (las iglesias) no son más que organizaciones mundanas
a las que se puede juzgar por su pasado violento o su depravación, por la forma
en que han contribuido a mejorar las sociedades, por su voluntad histórica de
controlar este mundo (y a todo el mundo) en nombre del otro, por su papel
consolador al mantener la ficción de la existencia de otra vida tras la muerte…
La conmoción que en torno a
papales y pascuales han manifestado quienes proclaman que no pertenecen al club
no ha sido menos destacable. Llama la atención el empeño de muchos en tratar de
señalar el camino que debería seguir la institución para «modernizarse». Los
«consejos» caminan fundamentalmente en tres direcciones: la igualdad de la
mujer con el hombre en el sacerdocio (supongo que hasta el nivel de papisa); la
aceptación del aborto y del divorcio; la conformidad con la homosexualidad como
manera formal e institucional de convivencia familiar. Algunos añaden la
exigencia de pobreza y de reparto con los pobres. Uno se pregunta que qué
diablos importa a quienes no pertenecen a esa sociedad las reglas por las que
se rigen (o dicen regirse) sus afiliados, y encuentra, en ocasiones, un poco
risible la vehemencia con que se expresan al respecto. Es más, si uno cree que
las iglesias y las religiones deberían desaparecer, ¿a qué diablos darles
recomendaciones para que mejore la percepción social sobre ellas?
Lo único que se debe exigir, a
la religión católica y a todas las demás, es que no traten de imponer a la sociedad
sus normas y valores, que se comporten como lo que deben ser: un club privado
de ingreso voluntario. Pero, en ocasiones, da la impresión de que muchos de
esos «aconsejadores» tienen una notable inseguridad en sus propias posiciones y
valores, de ahí que o bien pretendan que la Iglesia sea como ellos, a fin de no
tener un elemento de parangón que los incomode, o bien que la Iglesia les dé la
razón, porque necesitan esa bendición institucional para estar tranquilos.
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