Ignoro
por qué motivo el pasado fin de semana, el de la Constitución, el señor Anguita
andaba paseando su pomposa vacuidad por las televisiones. Lo sorprendo el
jueves 5, a primera hora, en una de las tertulias. Tengo escaso tiempo para
escucharlo, pero en ese medio minuto lo oigo decir y teatralizar uno de los
eructemas de moda: «no existe la democracia —pontifica—, porque si Ángela
Merkel nos obliga a cambiar la constitución y el presidente del BCE (se refiere
a la conocida carta que el anterior presidente, Jean Claude Trichet, envió a
Zapatero el 5 de agosto de 2011, en que lo urgía a tomar medidas urgentes para
modificar el déficit, el paro y la economía) nos impone la política económica,
¿qué democracia hay?, ¿para qué votamos?» No tengo tiempo para seguir atendiendo
(después me entero de que en su soflama ha incluido otros sonoros eructemas),
pero sí creo percibir en tertulianos y público asistente rapto de
admiración y arrebato de asentimiento.
Como
todos los que utilizan ese discurso, el señor Anguita miente, ya no en la
propia trabazón lógica de su discurso (que también), sino en la preterición de
todo el proceso anterior al comienzo de su argumentación. Ocultan por completo
que todos los meses salimos a pedir prestados miles de millones de euros, y
que, en un momento determinado, nuestros prestamistas no se fían y, por tanto,
nos piden más garantías, y, sobre todo, que cambiemos el rumbo del despilfarro
y que dejemos de seguir gastando más de lo que podemos, con un incremento
exponencial año a año; no hace mención alguna a que nos hallamos
voluntariamente dentro de una moneda a la que estuvimos en un tris de llevar a
la quiebra o a la división, y a que aun llegamos a poner en riesgo grave
ciertos aspectos de la economía mundial (como lo prueban las llamadas al
respecto de los presidentes de EEUU y China en mayo del 2010); obvia manifestar
que el BCE tiene la obligación de velar por la moneda y la economía de todos
los estados, no solo de la de los españoles; y evita decir que nuestra quiebra
no solo la pagaríamos nosotros, sino que podrían dinero para pagarla —en caso
de salvarnos— todos los europeos, especialmente los alemanes, que son quienes
más contribuyen, o que, en caso de debacle fiduciaria y ruptura de la unidad
monetaria, se verían especialmente dañados otros muchos europeos. Es decir, que
no es que no tengamos soberanía política porque nos la hayan quitado, es que la
hemos enajenado, en parte, porque hemos ido a pedir a otros el dinero que no
tenemos para que nos permitan seguir viviendo como queremos (que es,
precisamente, lo que hemos votado). Y que no es que nos impongan nada, sino que
nos hacen ver nuestra situación y nuestros compromisos. Y que, incluso, somos
nosotros los que ponemos en un cierto riesgo a otros.
Pero
los autores de este y otros eructemas semejantes mienten también en otra cosa:
nunca se atreven a proponer la única alternativa posible (y, tal vez, con el
tiempo, necesaria, que no digo yo que no): salir del euro, emitir moneda
propia, arrostrar al menos cinco años de dura inflación, pérdida de
competitividad, ausencia de financiación, destrucción de empleo, recorte de
salarios, pensiones y paro, etc, para posiblemente, después, crecer mejor y más
armónicamente. ¿Lo han oído ustedes a alguno de ellos? ¡A ninguno, en absoluto!:
que una cosa es echar a los demás la culpa del desastre y otra ofrecernos
nosotros a provocar otro distinto e imprevisible.
Pero,
evidentemente, toda esa falacia argumental no se debe plantear de esa forma
para que tenga éxito de público y de aplauso. Necesita redondearse en dos vías:
con el recurso a la conspiración universal, a los protocolos (versión
izquierdista) «de los sabios de Sión»: el capitalismo, la globalización, los
mercados, Wall Street, las agencias de calificación y otros daimones, xanes
males, brujas y maléficos. Y, en la otra dirección, con «lo que debería ser»:
Europa como un espacio de igualdad y solidaridad, no como la patria de los egoísmos
y de los intereses de los mercaderes; Europa fuera de la tiranía de los
mercados, la Europa social y no la Europa competitiva. ¿Que eso —más allá de lo
que tiene de vacuidad y tópico— implica y podría implicar que los ciudadanos de
unos países trabajasen para los de otros; pusiesen en riesgo el fruto de su
trabajo para que lo malgastasen los de otros? Bueno, ¡peccata minuta!
Siendo
bondadosos, podríamos calificar ese tipo de pensamiento como aquello que
Francis Bacon tipificaba como «Idola tribus»: «…el intelecto humano, cuando se
complace en una cosa (ya porque sea generalmente admitida y creída, o porque
cause deleite), obliga a todas las otras cosas a ser confirmadas y estar de
acuerdo con ella; y por más grande que sea la fuerza y el número de las pruebas
en contrario, o bien no las observa, o las desprecia, o las quita de en medio y
rechaza valiéndose de un distingo cualquiera y ello no sin grande y pernicioso
perjuicio, con tal de que sus primeras conclusiones permanezcan invioladas».
Pero,
en realidad, este discurso de que hablamos, repleto de eructemas, va más allá del pensamiento-fe que niega la
realidad en virtud de las creencias: es pensamiento mágico, que piensa que la
realidad puede someterse por medio de los discursos y la voluntad, al modo en
que Jerjes I hizo castigar con látigos al Helesponto para que «aprendiese» por
haberse opuesto a su voluntad; por eso el pensamiento mágico necesita de seres
malignos que expliquen sus desgracias, y contra los que imprecar, y de
espíritus favorables, a los que deprecar. El pensamiento mágico, por cierto, es
ante todo pensamiento social: funciona únicamente en el supuesto de una fe y un
discurso-ficción sobre el mundo compartidos por muchos.
Pero
esta actitud está todavía un paso más allá del pensamiento mágico, dado que lo
que verdaderamente oculta el señor Anguita son sus remedios y su modelo de
sociedad: cómo sería ese mundo ideal que el preconiza y cuáles las recetas para
conseguirlo. Porque, de expresarlo tal cual, en sus crudos términos, es posible
que algunos de los creyentes ocasionales cayesen en la cuenta de que eso que él
y otros preconizan de forma ladina, su particular Ciudad de Dios, en realidad ya ha existido y
existe en algunas partes del orbe. ¡Y con qué resultados y a qué precio!
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