PERLES CAMPOAMORINES

Monumento a don Ramón en El Retiro (Madrid)

Don Ramón de Campoamor (Navia, 1817-Madrid, 1901) fue un celebradísimo poeta en el conjunto de España, del que aún se recuerdan algunas rimas, como esta que, incluida en la «dolora» «Las dos linternas», corre como proverbial: «Y es que en el mundo traidor / nada es verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira».

Como fruto de su éxito fuera de nuestras fronteras, se dio su nombre al teatro de la capital. Un redrojo del mismo árbol es, sin duda, aquella troquelación que corrió popular hace unos años, «ya lo dixo Campoamor, / nun correr que ye peor», y que probablemente, a pesar de no haber sido citado el vate naviego entre las fuentes de su pensamiento, orientó al señor Álvarez-Cascos para formar el gobierno autonómico más tardío de entre los del Estado.

Pero no es mi propósito hablar aquí de política (aunque Campoamor, como un gran número de los intelectuales del XIX y del primer tercio del XX, vivió en la política o de ella), sino de algunos de los textos de don Ramón. La mayoría de sus poemas, por cierto, caen muy lejos de lo que hoy entendemos por poesía y, sobre todo, nos parecen narraciones o filosofías ramplonas o pedestres. Pero, con todo, se pueden espigar, acá y allá, algunas margaritas, especialmente, en sus composiciones breves. Me detendré hoy —prometo volver algún otro día de este verano— en alguna de sus producciones relativas a lo que podríamos denominar «ensueño, guerra, concordia y desengaño de los sexos».

Sobre la realidad última de una «buena relación» o de un idilio, que recuerda, evidentemente, las tres idénticas necesidades que Napoleón establecía para ganar una guerra: «En guerra y en amor es lo primero /el dinero, el dinero y el dinero».

Acerca de la condición voltaria (o taimada, o dialéctica acaso) de la mujer: «Saben bien los amantes instruidos / que quieren decir sí tres nos seguidos».

Tanto en materia de amores como de afectos o de creencias, Campoamor dejar ver una visión relativista, escéptica, desengañada: «Las niñas rezadoras que yo trato / nunca piden a Dios el celibato». De ahí que aconseje como más deseable la ilusión que su cumplimiento: «Ten paciencia, corazón, / que es mejor, a lo que veo, / deseo sin posesión / que posesión sin deseo».

En relación con la duración de la pasión y la ilusión, una vez estabilizadas en la relación permanente o matrimonio: «Ya decía mi abuela / que el amor es un ser endemoniado, que lo mismo que a un diablo exorcizado / la bendición nupcial lo espanta y vuela». Y «Cual si untasen los ojos con beleño, / el oficio de esposo es dado al sueño».

Y por eso anuncia: «Si te casas, Inés, ten por seguro / que todo novio es un traidor futuro». O «Según creen los amantes, / las flores valen más que los diamantes. / Mas ven que al extinguirse los amores / valen más los diamantes que las flores».

Y sabe que sic transit, que el áspid del tiempo y de la decadencia se ocultan tras la rosa lozana del presente de los cuerpos: «Pasan veinte años, vuelve él, / y al verse, exclaman él y ella: / («¡Santo Dios!, ¿y este es aquel?...») / («¡Dios mío!, ¿y esta es aquella?...»)».

Y, así, los gestos del amor pierden en la vejez su antiguo significado para suscitar la melancolía: « Las hijas de las madres que amé tanto / me besan ya como se besa a un santo».

O saber —«dulce venganza la del tiempo»— que sirven para que otro prolongue en uno el agravio o la humillación pasados: «Nunca de joven, mi bien, / me diste a besar tu mano, / y hoy me besan, siendo anciano, / tus nietas cuando me ven. / Las mandas besar a quien / tú no has besado jamás, / porque humillándome vas, / por medios de astucia llenos, / joven…, por carta de menos; / viejo…, por carta de más».

¡La puñetera!

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