Nun puedo evitalo. Cada vegada que siento falar del caberu entrenador del Uviéu, Generelo, sáltame a daqué circunvolución del cerebru'l romance de Gerineldo, aquel qu'entama:
—Gerineldo, Gerineldo, paje del rey más querido, quién te tuviera esta noche en mi jardín florecido. Válgame Dios, Gerineldo, cuerpo que tienes tan lindo. —Como soy vuestro criado, señora, burláis conmigo. —No me burlo, Gerineldo, que de veras te lo digo. —¿Y cuándo, señora mía, cumpliréis lo prometido? —Entre las doce y la una que el rey estará dormido. Media noche ya es pasada. Gerineldo no ha venido. «¡Oh, malhaya, Gerineldo, quien amor puso contigo!»
Y nun puedo tampoco dexar de pensar en quién y por qué echaría a Sergio Egea, aquel paisanín tan educáu que paecía'l preceptor d'un colexu inglés de señorites nel sieglu XIX, y que subiera l'Uviéu a segunda.
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