(Trescribo, como davezu, los primeros párrafos)
El que no mintió no pudo
El inevitable desencanto de los votantes con sus representantes
Xuan Xosé Sánchez Vicente 27.01.2018 | 04:08
El que no mintió no pudo
"El Concejal" es un entretenido opúsculo publicado en 1908 por Adeflor, Alfredo García, periodista xixonés director durante muchos años de "El Comercio". Entre veras y bromas, el libro trata de aquello que debe o no debe hacer el concejal. En su sección XVI nos encontramos el siguiente texto: "El pueblo, soberano del lenguaje, cuando habla de política se refiere a la mala política, esa planta venenosa [?] haciendo de los ediles ciudadanos que representan primero a los partidos y luego se dedican, o aparentan dedicarse, a la defensa de los intereses públicos".
He ahí lo que quiero subrayar: 1908, desprestigio total de la política. Ese punto de vista, reflexionemos, no es, pues, una condición específica de nuestros días. Es, más bien, la percepción general que de la política se tiene. Miremos la España de finales del XIX y sus principios, la Europa de entreguerras: la democracia, los partidos políticos, aburren, decepcionan, incumplen sus promesas.
Pero lo sorprendente es que si vamos más atrás, encontramos siempre lo mismo. Cicerón, en su "La invención retórica", señala el retraimiento de los sabios por el desprestigio de la oratoria pública, esto es, de la política. Pero vengamos más cerca. He aquí a nuestro buen Jovellanos, tras las graves acusaciones que se vertieron sobre la Junta Central: "El pueblo, si tal nombre se quiere dar a la gran masa de gente ignorante y bozal, que nunca juzga por su propia razón sino por sugestión ajena, jamás profesa amor a su gobierno, nunca le hace justicia y siempre halla culpas o faltas en los que lo componen". Lo que lo lleva a citar al renacentista Guicciardini: "Tal es la naturaleza de los pueblos, inclinada a esperar más de lo que se debe, y a tolerar más de lo que es necesario, y a estar siempre en desacuerdo con el presente".
Es cierto, sin embargo, que existen momentos de excitación y de ilusión, pero poco tarda en aparecer la tristitia post coitum, la decepeción. Es seguro que usted lector conocerá muchos de esos momentos de nuestra historia. Yo quiero recordarles solamente dos: "el desencanto" que cubrió la sociedad española a los tres años de las primeras elecciones democráticas tras la Dictadura y a poco de aprobarse la Constitución. ¿Y no es desencanto el "no es esto, no es esto" de Ortega y los promotores de la II República al poco de su advenimiento, como lo era lo que aquellas mujeres que he citado alguna otra vez, que seguían con sus hombres en paro y ellas apuntando en la libreta de la tienda, cuando se preguntaban ¿pero no nos decían que con lo que comía el Rey iba a haber de sobra para todos?
Y es que, al margen de la incompetencia o la maldad de los políticos y los partidos, los ciudadanos esperan de la política lo que casi nunca puede darle la política, especialmente en el ámbito económico. Y lo que puede dar, generalmente quitando trabas o poniendo estímulos, es poco, y sus efectos no se producen hasta pasado un tiempo (y nada garantiza, más bien al contrario, que el elector acabe viendo la relación causa efecto, cuando este se produzca). De modo que, en el ámbito de la realidad económica es poca la satisfacción que puede causar la política y, desde luego, lo hace con dilación.
Los ciudadanos, sin embargo, esperan por lo general que su voto tenga efectos taumatúrgicos sobre la realidad y demandan con impaciencia los frutos de su elección. El fiasco, el desencanto, es inevitable.
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