Xuan Xosé Sánchez Vicente: asturianista, profesor, político, escritor, poeta y ensayista. Articulista en la prensa asturiana, y tertuliano en los coloquios más democráticos. Biógrafo no autorizado de Abrilgüeyu
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Epístola a mi nieto mayor
(Ayer, en La Nueva España)
EPÍSTOLA A MI NIETO MAYOR
Celebramos el cumpleaños de tu abuela. La familia al completo. En un momento determinado, te pronuncias contra la política, los partidos políticos y los políticos: todos corruptos, todos una m… Lo afirmas con la seguridad de tus dieciséis años y de que es seguramente lo que manifiesta la mayoría de tus compañeros.
Lo acepto, partamos de que tienes razón en esa afirmación universal. Pongámonos en ello, eliminemos los partidos y los políticos. ¿Qué nos queda? Queda el poder. El poder siempre está ahí. Lo detentan quienes tienen riquezas o forman grupos organizados para imponer su voluntad y conseguir sus beneficios, de forma limpia o «seduciendo» a quien tengan que seducir. Más aún en estos tiempos, en que existen poderosísimas fuerzas económicas y tecnológicas de ámbito mundial. He aquí, supongamos, que hemos eliminado el pequeño «detente» frente a esas fuerzas omnipresentes (piensa en las limitaciones a las tecnológicas impuestas últimamente en la UE, como un ejemplo) que representan partidos, gobiernos y parlamentos, ahora la situación es peor, y, sobre todo, menos perceptible, más incontrolable.
Pero no hay ninguna sociedad que exista sin poder social y político, sin alguien que «mande». Y la alternativa a una sociedad sin partidos y sin políticos recambiables mediante elecciones no es otra que la dictadura, militar o no. Y la pregunta es inmediata. ¿Hay una sola dictadura que no sea perjudicial para la mayoría de los ciudadanos? En lo personal, en lo económico. ¿Una dictadura que no acabe con la libertad, que no persiga a quien quiere, y que no instaure su propia corrupción? Podemos mirar hacia el pasado o escrutar el presente para dar la respuesta.
Yo entiendo tu discurso, que es hoy muy amplio en la sociedad y que seguramente tiene tres pegollos: uno, la insatisfacción con las cosas del momento, que siempre ha estado presente en todas las sociedades y momentos de la historia, como ya en el Renacimiento señalaba Guicciardini («e ad avere sempre in fastidio le cose presenti [tal la naturaleza de la gente]»); dos, y seguramente esto es lo peculiar de nuestra época, el suponer inocentemente que el bienestar que hoy tenemos está dado y garantizado para siempre; tres, la información sobre la política como únicamente un asunto de conflictos, desencuentros y corrupción. Así se explica que una parte importante de los votos de Alvise provengan de la juventud y de gente que cree que él no es político y que va acabar con los políticos y la corrupción («risum teneatis, amici?», preguntaba Horacio).
Un paréntesis. Achacamos muchas cosas a los políticos y la política pero nos olvidamos de los que son en parte responsables de sus actos, los ciudadanos, en cuanto votantes. Porque, en general, ¡ay del político o del partido que no responda a lo que sus votantes demandan de él, por disparatado o imposible que sea! Y, si te parece, vayamos al proceso de primarias en las formaciones políticas. No es inusual que voten no a quien proponga cosas más en consonancia con la realidad, sino a quien ofrezca más radicalidad o más cosas de dudosa ejecución: a Barrabás, antes que a Jesús. Me permito citar, como una hipérbole, cierto, a Christian Morgenstern: «No es al tirano al que hay que injuriar, sino al siervo que sirve al dictador.»
Creo que conviene señalar que ese discurso de general corrupción, unido a que algunos jueces y fiscales piensan que están llamados a salvar el mundo a tuerto o a derecho, ha dañado a un montón de inocentes. Yo llevo una pequeña lista de políticos encausados durante años, algunos durante decenios, que han sido absueltos una y otra vez. Te pongo dos enlaces, por si te apetece mirarlo: https://www.abc.es/espana/galicia/pokemon-causa-judicial-sego-carrera-politicos-inocentes-20240630041103-nt.html; https://www.abc.es/espana/galicia/pokemon-causa-judicial-sego-carrera-politicos-inocentes-20240630041103-nt.htmlhttps://www.lne.es/gijon/2023/07/29/claves-sentencia-absuelve-acusados-caso-90447578.html. Eso sí, esas personas, en el proceso, han visto destruida no sólo su vida y su fama, sino la de su familia. Ahí, en Portugal, tienes un ejemplo reciente de esa injusticia, la del primer ministro Antonio Costa, al que un fiscal confundió, sí, confundió, con otro.
Al comienzo te he admitido la mayor. Lo matizo: ni tanto ni tan calvo. En todo caso sé que la política y sus logros son insatisfactorios, que nos gustaría mejorar muchas cosas, y que algunas se podrán mejorar, pero que, como en la vida, nada es plenamente satisfactorio, y que el cumplimiento de un objetivo nos lleva a otros o nos abre problemas insospechados.
Lo decía Winston Churchill, uno de los grandes políticos de la historia a quien, en gran parte, debemos nuestra libertad actual: «La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de los demás que se han inventado».
Y, si lo prefieres, en forma de parábola, con unos versos de nuestro pretérito convecino de Navia, «Todo en amor es triste, mas, triste y todo, es lo mejor que existe».
Con conocimiento, con convencimiento.
N.B. Dudé si titularlo «carta», más próximo, sin duda, a tu sensibilidad, o «epístola», más alejado. Opté por esta última, por sus resonancias clásicas, literarias, religiosas, admonitorias.
Vale.
Güei, en LNE: El que no mintió no pudo
(Trescribo, como davezu, los primeros párrafos)
El que no mintió no pudo
El inevitable desencanto de los votantes con sus representantes
Xuan Xosé Sánchez Vicente 27.01.2018 | 04:08
El que no mintió no pudo
"El Concejal" es un entretenido opúsculo publicado en 1908 por Adeflor, Alfredo García, periodista xixonés director durante muchos años de "El Comercio". Entre veras y bromas, el libro trata de aquello que debe o no debe hacer el concejal. En su sección XVI nos encontramos el siguiente texto: "El pueblo, soberano del lenguaje, cuando habla de política se refiere a la mala política, esa planta venenosa [?] haciendo de los ediles ciudadanos que representan primero a los partidos y luego se dedican, o aparentan dedicarse, a la defensa de los intereses públicos".
He ahí lo que quiero subrayar: 1908, desprestigio total de la política. Ese punto de vista, reflexionemos, no es, pues, una condición específica de nuestros días. Es, más bien, la percepción general que de la política se tiene. Miremos la España de finales del XIX y sus principios, la Europa de entreguerras: la democracia, los partidos políticos, aburren, decepcionan, incumplen sus promesas.
Pero lo sorprendente es que si vamos más atrás, encontramos siempre lo mismo. Cicerón, en su "La invención retórica", señala el retraimiento de los sabios por el desprestigio de la oratoria pública, esto es, de la política. Pero vengamos más cerca. He aquí a nuestro buen Jovellanos, tras las graves acusaciones que se vertieron sobre la Junta Central: "El pueblo, si tal nombre se quiere dar a la gran masa de gente ignorante y bozal, que nunca juzga por su propia razón sino por sugestión ajena, jamás profesa amor a su gobierno, nunca le hace justicia y siempre halla culpas o faltas en los que lo componen". Lo que lo lleva a citar al renacentista Guicciardini: "Tal es la naturaleza de los pueblos, inclinada a esperar más de lo que se debe, y a tolerar más de lo que es necesario, y a estar siempre en desacuerdo con el presente".
Es cierto, sin embargo, que existen momentos de excitación y de ilusión, pero poco tarda en aparecer la tristitia post coitum, la decepeción. Es seguro que usted lector conocerá muchos de esos momentos de nuestra historia. Yo quiero recordarles solamente dos: "el desencanto" que cubrió la sociedad española a los tres años de las primeras elecciones democráticas tras la Dictadura y a poco de aprobarse la Constitución. ¿Y no es desencanto el "no es esto, no es esto" de Ortega y los promotores de la II República al poco de su advenimiento, como lo era lo que aquellas mujeres que he citado alguna otra vez, que seguían con sus hombres en paro y ellas apuntando en la libreta de la tienda, cuando se preguntaban ¿pero no nos decían que con lo que comía el Rey iba a haber de sobra para todos?
Y es que, al margen de la incompetencia o la maldad de los políticos y los partidos, los ciudadanos esperan de la política lo que casi nunca puede darle la política, especialmente en el ámbito económico. Y lo que puede dar, generalmente quitando trabas o poniendo estímulos, es poco, y sus efectos no se producen hasta pasado un tiempo (y nada garantiza, más bien al contrario, que el elector acabe viendo la relación causa efecto, cuando este se produzca). De modo que, en el ámbito de la realidad económica es poca la satisfacción que puede causar la política y, desde luego, lo hace con dilación.
Los ciudadanos, sin embargo, esperan por lo general que su voto tenga efectos taumatúrgicos sobre la realidad y demandan con impaciencia los frutos de su elección. El fiasco, el desencanto, es inevitable.
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¿Esto de cuándo ye? (Con solución al final)
Muchas veces me he preguntado si la facilidad de palabra y el excesivo estudio de la elocuencia no han causado mayores males que bienes a hombres y a ciudades. En efecto, cuando considero los desastres sufridos por nuestra república y repaso las desgracias acaecidas en otros tiempos a los más poderosos estados, compruebo que una parte considerable de estos daños ha sido causada por hombres de la más grande elocuencia.
Explicaré ahora el origen de este mal. En mi opinión, hubo probablemente un tiempo en el que ni las personas sin elocuencia y sabiduría solían dedicarse a los asuntos públicos ni los hombres superiores y elocuentes se ocupaban de causas privadas. Mas como los asuntos de mayor importancia eran tratados por las personas más eminentes, otros hombres, que no carecían de talento, se dedicaron a los pequeños conflictos entre particulares. Cuando en estos conflictos los hombres se acostumbraron a defender la mentira frente a la verdad, el uso frecuente de la palabra aumentó su temeridad hasta el punto de que los verdaderos oradores, ante las injusticias que se cometían contra los ciudadanos, se vieron obligados a enfrentarse a esos temerarios y defender cada uno a sus amigos. Y así, como los que habían dejado de lado la sabiduría para dedicarse exclusivamente a la elocuencia parecían sus iguales cuando hablaban, y en ocasiones los superaban, ellos mismos se consideraron dignos de gobernar el estado y de igual modo los consideró la multitud. Por ello no debe sorprender que siempre que hombres temerarios e irreflexivos se apoderan del timón de la nave, ocurran grandes e irreparables naufragios. Esto causó tanto odio y descrédito a la política que, como cuando se busca en puerto refugio a una violenta tempestad, los hombres de mayor talento abandonaron esa vida sediciosa y de tumultos para refugiarse en la calma del estudio.
Pues ye de Cicerón (La invención de la retórica). Pa que nun camentemos que vivimos nos peores tiempos, y pa que nun pensemos que'l mundu nun fue siempre igual (y que nun va seguir siéndolo, si facemos una inferencia que nun ye mui difícil de facer).
Pues ye de Cicerón (La invención de la retórica). Pa que nun camentemos que vivimos nos peores tiempos, y pa que nun pensemos que'l mundu nun fue siempre igual (y que nun va seguir siéndolo, si facemos una inferencia que nun ye mui difícil de facer).
¿Esto de cuándo ye?
Muchas veces me he preguntado si la
facilidad de palabra y el excesivo estudio de la elocuencia no han causado mayores
males que bienes a hombres y a ciudades. En efecto, cuando considero los
desastres sufridos por nuestra república y repaso las desgracias acaecidas en
otros tiempos a los más poderosos estados, compruebo que una parte considerable
de estos daños ha sido causada por hombres de la más grande elocuencia.
Explicaré ahora el origen de este mal. En mi opinión, hubo probablemente
un tiempo en el que ni las personas sin elocuencia y sabiduría solían dedicarse
a los asuntos públicos ni los hombres superiores y elocuentes se ocupaban de
causas privadas. Mas como los asuntos de mayor importancia eran tratados por
las personas más eminentes, otros hombres, que no carecían de talento, se
dedicaron a los pequeños conflictos entre particulares. Cuando en estos
conflictos los hombres se acostumbraron a defender la mentira frente a la
verdad, el uso frecuente de la palabra aumentó su temeridad hasta el punto de
que los verdaderos oradores, ante las injusticias que se cometían contra los
ciudadanos, se vieron obligados a enfrentarse a esos temerarios y defender cada
uno a sus amigos. Y así, como los que habían dejado de lado la sabiduría para
dedicarse exclusivamente a la elocuencia parecían sus iguales cuando hablaban,
y en ocasiones los superaban, ellos mismos se consideraron dignos de gobernar
el estado y de igual modo los consideró la multitud. Por ello no debe sorprender
que siempre que hombres temerarios e irreflexivos se apoderan del timón de la
nave, ocurran grandes e irreparables naufragios. Esto causó tanto odio y
descrédito a la política que, como cuando se busca en puerto refugio
a una violenta tempestad, los hombres de mayor talento abandonaron esa vida
sediciosa y de tumultos para refugiarse en la calma del estudio.
Homenaxe a Ariel Sharon
Como homenaxe a Ariel Sharon, qu'acaba de morrer dempués d'ocho años en coma, asoleyamos equí esti artículu referíu a la so persona, que'l 08/12/2005 asoleyamos na Nueva España.
GRANDEZA DE LA POLÍTICA
El discurso general que sobre la política y los políticos se tiene no es muy bueno en general, y puede que no lo haya sido en época alguna. Es posible que ello no constituya más que una apariencia, porque, luego, la evidencia demuestra dos cosas: que los partidos son capaces de levantar una adhesión entusiasta e inquebrantable entre los suyos; que, a la hora de las votaciones, sigue participando el mismo porcentaje de ciudadanos, elección tras elección. Sea ello como fuere, en todo caso, las opiniones en los medios y en las conversaciones públicas enjuician negativamente la política y los políticos.
La idea general es que los políticos (y los partidos) no miran más que por sus intereses, que pugnan entre sí sin otra razón que el hacerlo, que son incapaces de llegar a los acuerdos a que estarían obligados. Cómo ello es compatible con que los únicos debates que convoquen a los espectadores sean aquellos en que corra la sangre se asemeja bastante al interés que se manifiesta en las encuestas hacia los programas culturales y el contraste de esa declaración de buena voluntad con la pasión por aquellos que jalean contenidos más sórdidos o nada culturales. En todo caso es incontrovertible: el discurso universal sobre la política, los políticos y los partidos es negativo.
Yo creo, sin embargo, que la inmensa mayoría de las personas entregadas a la res publica son honradas y que tienen como mira principal de su actividad la del servicio a los ciudadanos o a la patria (que son dos modulaciones de lo mismo). Lo cual se cohonesta, en los mismos individuos, con otras actitudes menos altruistas o más miserables: la defensa de su puesto de trabajo, las pequeñas venganzas, la servidumbre hacia quienes los nombra, la fe y la adhesión inquebrantable de partido, la aversión ciega al adversario. Esa mezcla es connatural al ser humano, y sólo una perspectiva errónea -por idealista o por negadora de la realidad- puede hacernos preterir lo que de positivo predomina en ese mangaráu.
Con todo, a veces la política se manifiesta en brillante magnificencia en relación a lo que ella tiene de audacia generosa, de entrega a la comunidad, de envite arriesgado por la nación, de puesta en juego de los intereses personales. Esta última semana hemos tenido dos muestras importantes de ello: la decisión de Ariel Sharon de fundar un nuevo partido, abandonando aquel en que ha militado tanto tiempo, el Likud, y la de Simon Peres, dejando su formación, la socialista, para sumarse al proyecto de Sharon.
Ambos lo hacen por aprovechar la oportunidad histórica de lograr la paz entre palestinos e israelíes, consiguiendo la convivencia futura de dos estados entre los que fluye mucha sangre, mucho odio, y el designio en el pasado de unos, los palestinos, de aniquilar al otro. No sólo es evidente el riesgo que, de no salir adelante su apuesta, corren, sino que también les habrán sido patentes a ambos las dificultades extremas del camino hacia la meta, y el odio y la inquina que habrán suscitado en sus antiguas formaciones. Y sin embargo han dado el paso adelante, porque han estimado que un bien superior requería ese riesgo y la ventura de ese incierta travesía.
Se trata, sin duda, de una manifestación ejemplar de la grandeza de la política –que ya Aristóteles señalaba como la más digna, o la más humana, de las ocupaciones del hombre-. Pero no es la única o no es tan rara. Quien desee mirar con ojos que no sean los del tópico o la ceguera encontrará muestras suficientes, y en todos los ámbitos, de personas que ponen en riesgo su vida, su comodidad o su posición para tratar de mejorar la vida de los demás o para hacer progresar a su colectividad. Frente a la incomprensión y el rechazo de los más beneficiados por ello, muchas veces.
Xovellanos, entre nosotros, lo hizo en el pasado. Ha sido un ejemplo Bill Clinton, decidiendo intervenir militarmente en la antigua Yugoeslavia, frente a la ONU y con el rechazo frontal de la internacional del progresismo; un dechado las Cortes franquistas, votando contra sí mismas para dar paso a un nuevo régimen frente al cual la mayoría de sus constituyentes habían luchado o para cuya evitación habían sido adiestrados.
Pero, quizás, el recuerdo que se nos viene a la memoria a muchos de forma más paradigmática al ver el gesto de Sharon y Peres sea el de Winston Churchill –uno de los más grandes políticos de la Edad Contemporánea- en 1904, cruzando la tierra de nadie parlamentaria, para trasladarse desde los escaños del partido conservador al liberal, a fin de defender aquello que siempre defendería –incluso, más tarde, otra vez, desde el partido conservador-: la protección social de los trabajadores, el liberalismo y la libertad de comercio como fórmula de crecimiento económico y riqueza colectiva.
Porque, como él mismo dijo: “un estadista debe tratar de hacer siempre lo que a la larga cree que es mejor para su país, y no debe abstenerse de ello por la circunstancia de tener que divorciarse del un cuerpo de doctrina de que antes fue sinceramente adepto.”
Es decir, otra vez, la grandeza de la política, que, en ocasiones –más de las que pensamos-, nos es posible contemplar pese a las miserias generales del hombre y a las particulares de la propia actividad pública; más allá la cháchara tópica social que procura ensombrecer o denigrar las acciones rectas y nobles; frente a la paralizante trivialización de la fe de partido –que algunos mal llaman “ideología”, en vez de prejuicio-, uno de los tópicos que más voluntades aherrojan y más mentes obnubilan en nuestra sociedad.
Ensiertu patrióticu.
Cuenta el chiste que el maestro mejicano se halla con sus alumnos en la raya de la frontera norte. Les explica que aquellos territorios fueron un día de la madre patria y que les fueron expoliados por los yanquis. Y concluye melancólico:
-¡Y ensima se quedaron con la parte asfaltadaaa....!
¿Qué tal si, ahora que tan pesados están los partidos gallegos -el BNG fundamentalmente, pero también el PSOE y el PP-, reivindicamos el asturiano occidental hasta su límite territorial en Mirando do Douro? ¿Qué tal si además exigimos la gestión de esa invención –en su sentido literal- de los asturianos, a través de Alfonso II, que es el sepulcro del apóstol Santiago?
Porque, a lo mejor, es la hora de reclamar hasta la parte asfaltada.
Xuan Xosé Sánchez Vicente
Presidente del Partíu Asturianista (PAS)
Física humana y social
Es conocida la facecia del político que, en el fervor del mitin, propone un puente para el río del pueblo. Desde el público una voz le anuncia que no existe río en el puente. Impertérrito, el orador responde: "-es igual, os pondremos un río".
Así funciona en realidá la política
Ayer, na Nueva España, Pilar Rubiera asoleyaba un magníficu "curtiu" qu'exemplifica magníficamente la miseria de la política habitual. Alluma, como vengo apuntando a los mios llectores continuamente, que quienes deciden los temes de debate, imponen normes (o caprichos) y redacten lleis nun son en xeneral los políticos, sinón pequeños grupos de presión que son capaces de lleva-y al políticu una novedá, de presionalu o de facelu sentir que ye necesario quedar bien con ellos pa quedar bien cola sociedá en xeneral. Mas entovía, un montón de vegaes ye un solu funcionariu o espertu el que dicta lo que tien que ser y condiciona al restu la sociedá dende la so óptica o el so caprichu. Y tocántenes a la mierdina que son tantes persones que paecen inflase como sapos y qu'anden tol día faciendo como que comen a la xente crudo, pueden ver lo que son de verdá nel testu de Pila Rubiera, magnífica, como siempre.
Marín y Guerra
Leo una interesante entrevista a Manuel Marín, el socialista que presidió el Congreso y que negoció el ingreso de España en Europa. Y dice respecto al control político de las instituciones: «Los partidos controlan con el mando a distancia a todas ellas: la Comisión del Mercado de Valores, la de la Energía, la de Telecomunicaciones, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas, el Tribunal Constitucional. Así que, todo el sistema institucional, como se dice en mecánica, se ha "gripado", ha dejado de funcionar normalmente por la invasión de la política y de los partidos». Leo en otra entrevista, esta vez a Alfonso Guerra, por qué se opuso a que el PSOE legalizara el aborto de menores de edad sin consentimiento paterno: «Hice una especie de encuesta en el grupo parlamentario y nadie estaba de acuerdo, entonces, ¿por qué lo hacemos? Fui a ver a la responsable de igualdad del partido y tampoco estaba de acuerdo, ¿por qué lo hacemos? Pues porque un grupo de mujeres había cogido por banda al presidente Zapatero». El socialismo empieza a reconocer su deshonrosa banalización.
por Pilar Rubiera pa La Nueva España del 03/06/2013

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LOS PERROS DE ALDEA Y LA POLÍTICA
Cualquiera de ustedes tendrá,
sin duda tal experiencia. Avanzan por un camino de aldea que no suelen
frecuentar. De pronto late un can, inmediatamente le sigue un gozque, a este un
mastín, y así hasta que se generaliza una algarabía de ladridos, en la que
todos parecen competir por ver quién es más hombre, digo, más perro. Después, a
medida que usted se aleja, los ladridos se van apagando progresivamente, hasta
que el último, el de aquel más empecinado, lo hace también. Tal vez, en alguna
de esas ocasiones, haya usted reflexionado
sobre el valor práctico de ese ladrerío. Porque es seguro que,
habituados a esa barahúnda de gañidos muchas veces al día e infinitas al año,
los dueños no se pondrán en alerta por ello. Es posible, incluso, que los
chuchos no ignoren que su excitación fonadora no tiene función práctica alguna
y que usted, que pasa por allí, ni representa peligro alguno ni suscita el
menor interés. ¿Por qué lo hacen, pues? Sin duda, porque saben que eso, el
latir, es precisamente lo que sus dueños esperan que ellos hagan y que es por
ello, por esa actividad intrascendente y ruidosa, por lo que recuerdan su
existencia y por lo que les dan de comer.
Seguramente ustedes, como yo,
habrán caído en la cuenta de cuánta semejanza existe entre la sociedad de los
perros de aldea y la política. Porque basta que un político o un partido
empiece a gritar contra alguien o algo, sobre alguien o algo, para que los
demás profieran de inmediato alaridos en la misma dirección. Es suficiente con
que discurra un micrófono o una grabadora por delante de sus hocicos para que
uno tras otro se pongan a parlotear, sin que les sea posible, ni una sola vez,
callar. Con que uno de ellos eructe una tontería, un juicio apresurado, una
acusación sin pruebas, un «ex illis es», una tontipropuesta sobre la economía,
la sociedad o el paro, los demás correrán a regoldar el mismo vacío de la forma
más sonora posible. Ignoro si la mayoría de los políticos conocen la vacuidad,
la injusticia, la temeridad de la mayoría de las cosas que dicen —lo más
piadoso sería decir que sí, que solo nos engañan, pero temo que ese juicio raye
en caridad ilusoria—, pero es seguro que saben que es su obligación, que por
meter ruido continuamente y por hacerlo, precisamente, en la cadencia y tono
reiterados en que esperan sus dueños es por lo que estos los alimentan con el
hueso del voto y la pinguosidad del poder.
Pero compadezcámoslo un poco, al modo del ahora de moda
Francisco de Asís, porque si nuestros protagonistas de la aldea solo tienen
obligación para con un amo, estos la tienen al menos para con dos, pues si no
satisfacen a los intermediarios de sus amos, los medios de comunicación, si los
incomodan, aquel ruido incesante por que los alimentan no llegará a sus amos o
llegará distorsionado.
Claro que, a veces, esta
inveterada comedia costumbrista, de personajes típicos y argumentos reiterados,
da un giro sorprendente y se convierte en drama, o tal vez solo, a la manera
arnichiana, en «tragedia grotesca». He ahí a don José Blanco, «Pepiño» como
vicesecretario general del PSOE, «don José» como ministro de Fomento.
Savonarola de sospechosos, Valdés-Salas de investigados, Beria de corruptos,
McKarthy de imputados, Kramer y Sprenger de designados por el dedo acusador, el
hombre que más rápido sacaba el revólver de su acusación y más alto hacía
sentir el gañido de su voz en el salón de la aldea al pasar el caminante, ha
pasado ahora a ser él mismo acusado; en su decir, de la manera injusta, a la
ligera y por meros indicios con que él estigmatizaba y sambenitaba a sus
adversarios. Y ahora reconoce que no se
puede culpar a nadie únicamente por barruntes y, menos, pedir la dimisión de un
cargo público por una mera imputación; asimismo que él ha sido el primero en
pecar por ello y manifiesta que, tras su imputación judicial, ha meditado mucho
sobre ello y que hasta piensa escribir un libro al respecto.
Sobre este episodio de don José
y su condición de Magdalena penitente podemos, como espectadores, regodearnos o
lamentarnos; o, acaso, decir aquello de «El diablo, harto de carne…» o aquello
otro de «Después de mujer maldita, hábito de santa Rita». Pero, especialmente,
sería bueno que los partidos políticos comenzasen una seria meditación acerca
de sus prácticas. Sobre la inutilidad de más del noventa por ciento de su
cháchara cotidiana, sobre lo dañino para el conjunto de la sociedad de muchos
de sus rituales de agresividad, sobre lo perjudicial que resulta esa espiral de
acusaciones y estigmatizaciones del rival en que viene consistiendo el elemento
central de la política desde hace muchos años.
Y es que seguramente en nuestros
paseos por la aldea gozaríamos de más solaz sin tanto latir de gozques y
mastines. Aunque, quién sabe, tal vez muchos caminantes se espantarían del
silencio y echarían en falta la algarabía del chucherío. Y hasta es posible que
estos, los canes, quedasen malheridos de desconcierto, ignorando cuál sería su
papel a partir de ese momento, recelando de si, no oyéndolos como siempre, sus
dueños les volverían a dar de comer.
En defensa de la política y los políticos
Invítolos a lleer esti artículu de José María Izquierdo n'El País del 16/10/12. Trescribo-yos la metada y doi dempués l'arreyu pa que lu sigan nel llugar orixinal.
No parece necesario insistir en la existencia ambiental de ese
huracán de desafección a la política —y a los políticos— que impregna,
como una sustancia viscosa que todo lo cubre y ensucia, tanto sesudos
artículos como despejadas charlas de café. Leemos y oímos que la maldad
intrínseca de cuanto personal se dedica al ejercicio de la
representación política solo es comparable al nivel de su corrupción.
Hablamos de las élites extractivas que dicen algunos intelectuales y
esos chorizos que nos cuentan algunos taxistas. Que son los mismos: los
políticos. ¿Pero lo son algunos? ¿Pocos, muchos, o quizá lo son todos?
Todos, todos ellos sin excepción. Y por eso debe ser que el pueblo no
los quiere. Así, al menos, lo dice hasta el CIS y algún que otro juez.
Son unos inútiles y unos ladrones el concejal del pueblo más pequeño y
el alcalde del municipio más poblado, el diputado de Izquierda Unida en
el Parlamento asturiano o la consejera de Cultura de cualquier
comunidad autónoma. Los peores son los de mayor rango, los diputados,
ministros y equivalentes al frente de la procesión, hilera que debería
convertirse, nos dicen las almas angelicales de tanto movimiento
ciudadano, en siniestra cuerda de presos, tocados con el vergonzante
capirote y el cartel de “Soy político, golpéenme” colgado del cuello.
¡Cuánta justicia habría en esa reata de desgraciados pasando entre la
multitud por un estrecho pasillo, recibiendo los merecidos golpes de una
ciudadanía engañada y masacrada por esos seres sin escrúpulos! ¡Qué
canalla ese edil, qué miserable ese director general de Sanidad, qué
vileza la de esa diputada de siglas indeterminadas, que ya se sabe que
todos los partidos la misma mierda son!
No importa que esos políticos hayan sido elegidos, hace apenas 10
meses, por quienes ahora les vituperan. El 20 de noviembre de 2011 votó
el 68,94% del censo, exactamente 24.666.392 ciudadanos. Ciudadanos, por
lo que se ve, que votaron a unos corruptos e inútiles para ocupar los
escaños que posteriormente desembocarían en la elección de los cargos
más representativos del Estado. Esto pasó en noviembre del año pasado, y
cuando vamos a soplar la vela del primer aniversario de este Gobierno
nos encontramos con la ominosa desafección...(En defensa de los políticos. Y de que cambien)
El milagru del silenciu
Pues por tres razones. Poles mismes tres razones que nun provocó nin un vierbu la rebaxa d'un 20% nes subvenciones a partíos y sindicatos, nin la rebaxa d'un 7% esti añu nos sueldos los diputaos nin la del añu pasáu. Nin l'esaniciamientu de la paga Navidá nel Parlamentu Asturianu, nin la llimitación de percepciones pa los directivos de les caxes nacionalizaes...
Asina somos, asina ye esta sociedá o una parte d'ella.
Váyase, señora Moriyón
Ahora que está a tiempo. Ahora que no ha perdido demasiado. Porque no es que haya usted incurrido en incompatibilidades no declaradas, que lo ha hecho, sino porque ha empezado a aflorar una incompatibilidad radical entre su vocación profesional y lo que yo pienso que es una ocupación coyuntural para usted, la política.
Hace mucho que la política -permítame decirlo con una metáfora- se ha convertido en un desierto con una temperatura y una salinidad tan extremas que solo algún tipo de plantas, las que poseen una adaptación muy especializada, pueden sobrevivir en ella. ¿Quiénes? Fundamentalmente, los «funcionarios de partido», aquellos cuyos solos conocimientos y dedicación es la política, después, algún tipo de funcionarios o sindicalistas y, probablemente y en lo futuro (de triunfar ciertas propuestas), los aventureros y los millonarios. A partir de ahí, quien desee dedicarse a la res publica no encontrará más que dificultades en ello y, seguramente, penalidades -en ocasiones extremadamente penosas u onerosas- a su regreso a la vida civil. No le señalaré nombres, pero si usted indaga en el mero entorno asturiano le podrán indicar cuántas personas que tuvieron cargos públicos se han encontrado con su clientela disminuida, con sus despachos vacíos, en unos casos; en otros, con incompatibilidades sobrevenidas que los han obligado a salir de su región; en muchos, con puertas cerradas a cal y canto. Es esa la razón por la que, en determinadas circunstancias, se han establecido compensaciones para después de abandonar el cargo -en el caso de algunas presidencias autonómicas- o complementos para pensiones; todo ello visto ahora con hostilidad y como un privilegio totalmente injusto por parte de la opinión pública.
Algunos de sus compañeros han proclamado reiteradamente que esa incompatibilidad casi absoluta entre el ejercicio profesional y la vida pública es una especie de «trampa saducea» de PP y PSOE para quedarse en exclusiva con el ejercicio de la política. No es cierto. Esa incompatibilidad es hija de todos nosotros. Quien tenga un poco de memoria podrá contarle cómo progresivamente se han ido incrementando las normas que han ido dificultando el cohonestar la vida profesional con la política o el regreso armónico de esta a aquella. ¿Motivos? Los escándalos ocasionales, sucesivas mareas de indignación o de campañas en los medios han causado mareonas que han convertido en más salino cada vez -permítame seguir con la metáfora- el medio. Y, siempre, como causas de fondo, la debilidad y cobardía de los partidos políticos ante las alarmas de la opinión, y la «moral de Telecinco» que progresivamente se va adueñando de nuestra sociedad: juicio sumarísimo, escasez o endeblez de las pruebas, ausencia de matices, estado de indignación y rencor de los juzgadores y creencia de estos de que ellos representan el bien y la honradez absolutos. Pero digo mal, ese estado no es solo propio de nuestra época, es connatural a la democracia, el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás, como decía sir Winston Churchill. Para ello no hace falta acudir a la Grecia clásica y conocer por ejemplo el episodio de Nicias y Alcibiades en torno a la expedición a Sicilia, ni recordar lo que Tocqueville anunciaba como el mal más peligroso para el futuro de las sociedades abiertas, ni acordarse de cuál fue la apuesta del pueblo entre Jesús y Barrabás: basta con hacer memoria de quién mandó a Eurovisión a Chiquilicuatre u otras votaciones que no digo.
Por cierto, tanto usted como la mayoría de sus compañeros vienen actuando en política con un evidente amateurismo. Esa condición, si inevitable dada su procedencia y ventajosa en ciertos aspectos, arrastra peligrosos inconvenientes si no se eliminan prontamente dos graves defectos que lleva aparejados: adanismo y arbitrismo. El creer que las cosas son tan simples como se veían en las tertulias y en el chigre; el pensar que las soluciones son tan sencillas como uno las arbitraba desde fuera; el estar seguro de que basta la endeble herramienta de la voluntad para ahormar el duro acero de la realidad; el imaginar, por fin, que si los demás no solucionaban todas las cosas era solo por incapacidad congénita o por mala voluntad. En esos parámetros creo que se están produciendo usted y sus conmilitones.
(Y, a propósito, recomiéndeles usted que abandonen definitivamente la expresión «sucialismo» para hablar del socialismo. La graciuca puede acaso tener su aquel en un mitin o en una confrontación dialéctica ocasional, pero como denominación permanente no viene sino a agrandar la trinchera y la confrontación social de todos -no sólo la que existe entre ustedes y los socialistas-, y ello poca falta nos hace a ninguno.)
Cuando usted termine, señora Moriyón, su milicia política descubrirá que, en el ámbito de la res pública, casi nadie le agradecerá lo que ha hecho: unos porque pensarán que era su deber, otros porque, siendo sus rivales, nunca le reconocerán mérito alguno. De lo que no ha hecho -por más que haya sido imposible- le llevarán cuenta permanente. Y lo que es peor advertirá que, efectivamente, en el ámbito profesional, y sea cual sea el devenir de sus incompatibilidades legales, usted habrá perdido mano, profesionalidad y conocimientos para estar al día (porque, realmente, el ejercicio de las responsabilidades públicas no es armonizable con la capacidad plena en ciertos trabajos). Es más, percibirá su presencia como molesta para algunos de sus hasta hace poco compañeros, que la vendrán a considerar -sobre todo si pasa mucho tiempo- como una intrusa.
Señora Moriyón, no crea que lo que aquí digo pretende terciar en el debate que existe hoy en torno a usted y su declaración de bienes y actividades, ni que se deba a alguna otra razón de tipo político o particular. De usted, en verdad, no tengo más que magníficas referencias, tanto en lo personal como en lo profesional. Es por ello por lo que me he decidido a enviarle esta pública epístola admonitoria.
Con el deseo, en todo caso, de que, sea cual sea su decisión en los tiempos venideros, no tenga que acordarse de los dos últimos versos de aquel magnífico soneto de Quevedo que arranca «La mocedad del año, la ambiciosa / vergüenza del jardín, el encarnado / oloroso rubí, Tiro abreviado», aquellos que amonestan: «de ayer te habrás de arrepentir mañana, / y tarde, y con dolor, serás discreta».
Zapatero adelanta les elecciones
Tan asoleyandolo tolos medios de comunicación: Zapatero va anunciar l'adelantu electoral sobre'l meudía, y la fecha de la que se fala ye'l 20 payares, que, por cierto, ye l'aniversariu de la muerte Pachu. ¡Cómo se-yos nota l'apegu familiar!
LA ECONOMÍA Y LA FICCIÓN DE LA POLÍTICA
—Yá tarán cansaos de tenételo sentío —me dice mi trasgu particular, Abrilgüeyu—, de modo que no lo repitas. Si lo haces, me voy.
Pero me da la gana. Lo reitero, a ver si así, de paso, se larga el pesado de él: en enero del 2009 afirmé que teníamos un triple problema, financiero, de estructura productiva (de costes, de productos competitivos y de competitividad) y de legislación fiscal y laboral; que mientras no se abordasen esos problemas, el primero de los cuales era el de la legislación laboral y fiscal, no habría reactivación, es decir, no se crearía empleo. Y, frente a quienes aseguraban que el año 2011 sería el del despegue, yo pronosticaba que no, puesto que no se habría hecho ninguna de las cosas posibles y necesarias para ello. ¿La razón? Un partido gobernante, unos grupos de opinión y una mayoría social embebidos de prejuicios y fantasías sobre el mundo (es decir de ideología) y, por tanto, incapaces (¿inhabilitados evolutivamente?) para verlo como es y para entenderlo.
Por desgracia, así es y así ha sido. Se ha evitado de momento una crisis total del sistema financiero ante la amenaza externa de “cortárnoslos”, a base de “cortárselos” no sólo a los funcionarios y algunos pensionistas, sino a las empresas constructoras y a los proveedores de la administración, con las consecuencias, menos visibles en primer plano, de la paralización de la obra pública y de la destrucción de miles de empleos. Pero no existe crecimiento y, al no existir, sigue creciendo el paro, aumenta el dinero dedicado a la asistencia, no se pueden destinar recursos a la inversión, la reducción del déficit únicamente se podrá realizar a base de “contárselos” a más y más a los mismos, etc. Es decir, el futuro inmediato, de seguir la misma inacción —la misma línea de disparate político—, será más paro y menos riqueza colectiva.
Creí haberlo alejado definitivamente, pero Abrilgüeyu vuelve a aparecérseme. Está echado sobre el llombu, tiene las piernas levantadas y los pies descalzos y, sobre el derecho, hace girar su montera picona.
—¡Háblales de la ficción, anda, de la ficción compartida de la política! ¡Atrévete!

¿Y estamos haciendo algo para salir de esa situación? Pues no, porque este gobierno y su bloque de opinión son absolutamente incapaces (reitero la duda: ¿evolutivamente inhabilitados?). En aquello en que podemos obrar y que inmediatamente sería capaz de multiplicar los empleos no actúan ni van a actuar: no ha habido reforma de la contratación (una legislación en que los jueces tengan que decidir sobre el momento económico de la empresa no sirve para nada) ni va a haber reforma válida de la negociación colectiva. Tampoco van a producirse cambios en los múltiples ámbitos de la imposición fiscal en que ese cambio podría ayudar a crear empleo.
Y todo ello, en la ficción de que esa inacción se hace a favor de aquellos a quienes se condena al paro, la desesperación y la pobreza, los trabajadores. ¿Pero es una ficción inocente o fingida? ¿Vista como tal fabulación o aceptada como realidad incotrovertible? Medítenlo ustedes a propósito del último intercambio de bocayaes entre PP y PSOE. Rajoy: «España tendrá el estado del bienestar que pueda tener». Pérez (Alfredo): «Rajoy amenaza con recortar el estado del bienestar».
Y el inevitable —¡qué pesado!— Abrilgüeyu:
—O sea que, contrario sensu, vamos a tener el que no podemos tener. Esa es la ficción que vende el señor Pérez. ¿Cuántos crees que van a chutarse con esa logomaquia?
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