LA ECONOMÍA Y LA FICCIÓN DE LA POLÍTICA

—Yá tarán cansaos de tenételo sentío —me dice mi trasgu particular, Abrilgüeyu—, de modo que no lo repitas. Si lo haces, me voy.

Pero me da la gana. Lo reitero, a ver si así, de paso, se larga el pesado de él: en enero del 2009 afirmé que teníamos un triple problema, financiero, de estructura productiva (de costes, de productos competitivos y de competitividad) y de legislación fiscal y laboral; que mientras no se abordasen esos problemas, el primero de los cuales era el de la legislación laboral y fiscal, no habría reactivación, es decir, no se crearía empleo. Y, frente a quienes aseguraban que el año 2011 sería el del despegue, yo pronosticaba que no, puesto que no se habría hecho ninguna de las cosas posibles y necesarias para ello. ¿La razón? Un partido gobernante, unos grupos de opinión y una mayoría social embebidos de prejuicios y fantasías sobre el mundo (es decir de ideología) y, por tanto, incapaces (¿inhabilitados evolutivamente?) para verlo como es y para entenderlo.

Por desgracia, así es y así ha sido. Se ha evitado de momento una crisis total del sistema financiero ante la amenaza externa de “cortárnoslos”, a base de “cortárselos” no sólo a los funcionarios y algunos pensionistas, sino a las empresas constructoras y a los proveedores de la administración, con las consecuencias, menos visibles en primer plano, de la paralización de la obra pública y de la destrucción de miles de empleos. Pero no existe crecimiento y, al no existir, sigue creciendo el paro, aumenta el dinero dedicado a la asistencia, no se pueden destinar recursos a la inversión, la reducción del déficit únicamente se podrá realizar a base de “contárselos” a más y más a los mismos, etc. Es decir, el futuro inmediato, de seguir la misma inacción —la misma línea de disparate político—, será más paro y menos riqueza colectiva.

Creí haberlo alejado definitivamente, pero Abrilgüeyu vuelve a aparecérseme. Está echado sobre el llombu, tiene las piernas levantadas y los pies descalzos y, sobre el derecho, hace girar su montera picona.

—¡Háblales de la ficción, anda, de la ficción compartida de la política! ¡Atrévete!

Me niego a ello. Les contaré, en cambio, que en estos días se está poniendo el foco de atención sobre la deuda de los ayuntamientos y las autonomías, atención que viene acompañada de sonoros clarinazos de alarma. En sustancia, unas y otras instituciones gastan de forma sistemática más de lo que tienen, no pagan o pagan mal a sus proveedores, van a paralizar sus inversiones y no podrán cumplir sus compromisos de reducción de la parte del déficit que les corresponde. Es posible que un segmento de ese gasto sin los ingresos correspondientes se deba al despilfarro, a la mala gestión o la elefantiasis injustificable de organismos y personal, hecha muchas veces con la única y prioritaria intención de aumentar el poder político de los partidos y premiar a los próximos. Pero, con todo y con ello, la base fundamental de ese desfase económico se halla en unas cuantas fantasías aceptadas comúmente tanto por los gestores de la cosa pública como por la junta general de accionistas que les reitera su confianza cada cuatro años: la de que los ayuntamientos y las diputaciones tienen como obligación endeudarse y de que ya llegará después alguien que lo arregle; la de que los municipios deben hacerse cargo de las demandas de la gente —y, por tanto, asumir competencias y cargas que no tienen— porque son la administración más próxima a los ciudadanos; la de que el crecimiento económico iba a seguir su expansión progresiva (y, en consecuencia, posibilitar la capacidad de endeudamiento con cargo al futuro) hasta la eternidad; la de los ciudadanos de que tienen siempre el derecho a que se satisfagan sus demandas, caprichos y necesidades; la de que el catálogo de prestaciones sanitarias y asistenciales podría seguir aumentándose indefinidamente sin tener en cuenta los ingresos necesarios para ello; la de que era suficiente con que una ley fuese “progresista” (la Ley de Dependencia, por ejemplo) para que su bondad fuera total —es decir, en un mecanismo idealista semejante al del argumento ontológico de san Anselmo, «para que fuese posible sin dinero»—. Y así podríamos seguir con un largo etcétera, que se ajustaría siempre en el molde parabólico de un padre que se endeuda progresivamente para satisfacer las demandas ilimitadas de sus hijos mayores de edad, los cuales, a pesar de que podrían saber perfectamente cuál era la situación real de la economía casera, prefieren mirar para otro lado mientras les sigue llegando puntual e inmediatamente todo cuanto piden.

¿Y estamos haciendo algo para salir de esa situación? Pues no, porque este gobierno y su bloque de opinión son absolutamente incapaces (reitero la duda: ¿evolutivamente inhabilitados?). En aquello en que podemos obrar y que inmediatamente sería capaz de multiplicar los empleos no actúan ni van a actuar: no ha habido reforma de la contratación (una legislación en que los jueces tengan que decidir sobre el momento económico de la empresa no sirve para nada) ni va a haber reforma válida de la negociación colectiva. Tampoco van a producirse cambios en los múltiples ámbitos de la imposición fiscal en que ese cambio podría ayudar a crear empleo.

Y todo ello, en la ficción de que esa inacción se hace a favor de aquellos a quienes se condena al paro, la desesperación y la pobreza, los trabajadores. ¿Pero es una ficción inocente o fingida? ¿Vista como tal fabulación o aceptada como realidad incotrovertible? Medítenlo ustedes a propósito del último intercambio de bocayaes entre PP y PSOE. Rajoy: «España tendrá el estado del bienestar que pueda tener». Pérez (Alfredo): «Rajoy amenaza con recortar el estado del bienestar».

Y el inevitable —¡qué pesado!— Abrilgüeyu:

—O sea que, contrario sensu, vamos a tener el que no podemos tener. Esa es la ficción que vende el señor Pérez. ¿Cuántos crees que van a chutarse con esa logomaquia?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pues pienso que, yo como soy un pagüatu y de politica ni fu, ni fa!!Pienso que, ye mu facil criticar todo!!Pero ideas propias ninguna,como hizo el PP.Esperando que todo saliera mal,pero incapaces de hacer nada.
Yo no quiero adornarme de titulos,como en tiempos del facismo que,parece muchos sacaron provecho de ello.No, tiene que ser el pueblo, el que diga si uno vale o no.Si el pueblo dice no,no hay que ser terco y seguir presumiendo de sus titulos!!!Muchas veces el burro de mi pueblo, el mas listo por experiencia y no le hacen falta,tener perros mandados, para despreciar e insultar a los otros!!! Hasta amedrentar, diria yo,como en aquellos tiempos,que parece que aun perviven hoy!!Pocos favores, se le hacen Asturies asi.