Al modo en que don Carlos y don Federico proclamaron en 1848, un fantasma recorre las lenguas, las tertulias y los oratorios en que se han convertido últimamente las plazas de España, el fantasma de las listas abiertas. «Mi reino por una lista abierta», parece proclamar todo el mundo, a la manera en que Enrique III, a punto de expirar en Bosworth, pedía un caballo, pensando que ahí, en las listas abiertas, radica la solución a la mayor parte de los problemas del Reino de España.
Y, sin embargo, lo de las listas abiertas es más que nada un puro «flatus vocis», un tópico de discurso. En primer lugar, porque las listas abiertas -ya sean listas abiertas puras o listas abiertas donde se puede escoger sólo entre candidatos de un mismo partido; ora en distritos uninominales, ora de varios escaños- tienen una escasa efectividad en los sitios en que existen. Quien tenga experiencia, por ejemplo, en el recuento de votos para el Senado sabe de sobra que es muy exiguo el número de ciudadanos que opta por seleccionar candidatos de distintas fuerzas políticas, y que, incluso, la mera colocación preferencial en las listas arrastra un mayor número de votos. En una palabra, dondequiera que se dispone de algún tipo de mecanismo para personalizar candidatos, los electores desprecian en la práctica esa opción. Al respecto, puede ojear el lector, si tiene por ello avidez, «Sistemas electorales y gobierno representativo», de Joseph M. Vallès y Agustí Bosch (Ariel, Barcelona, 1997), o «La reforma del régimen electoral» (C.E. Constitucionales, Madrid, 1994).
Pero aceptemos la suposición de que sí vamos a tener listas abiertas. Hágase antes el culto lector un ligero examen. Averigüe si sabe el nombre de los ocho diputados asturianos en Madrid, extraiga de su memoria la identidad y la función de los ediles de su concejo, algunos de los cuales llevarán ya varios lustros en política. Una vez que tenga la respuesta, haga cábalas y calcule qué conocimiento tendrán la mayoría de sus vecinos, si ése es el que él posee, siendo, como es, una persona informada. Examine entonces qué significaría una lista abierta cuando se desconoce a los teóricos candidatos. Piense, además, si no podría darse la paradoja de que, en las listas abiertas y bloqueadas, la opinión castigase al hombre público conocido que labora mucho (bien y mal) y premiase al desconocido que no hace nada (ni bien ni mal). Y, ahora, calcule cuál sería la actitud de los aspirantes a candidatos: ¿no preferirían pasar desapercibidos antes que arriesgarse a caer mal por tratar de enfrentar los problemas?
La idea de listas abiertas y no bloqueadas en distritos uninominales pequeños (y con plena libertad de concurrencia al margen de los partidos, lo que es inusual en prácticamente todas partes) conllevaría otro tipo de inconvenientes. Para llamar la atención del elector sobre sus méritos individuales, El pretendiente debería realizar un esfuerzo propagandístico sostenido en el tiempo o/y disponer de una cuantiosa dotación económica para ello: la fama y el conocimiento público, en una palabra, son una costosa inversión que no está al alcance de cualquiera. De esa forma, el ser candidato independiente exige una fama (mediática) o una riqueza personal que excluye de esa opción, en la práctica, a la casi totalidad de la población.
Al margen de la buena voluntad del tópico, no hay que descartar el que en ese anhelo de las listas abiertas no se contenga también una justificación por la reiteración de errores. En efecto, es sabido que, pese al discurso que permanentemente denigra la política y a los políticos, a la hora de la verdad, los ciudadanos acuden a votar en número siempre igual, si no creciente. Y lo más significativo es que, en general (en Asturies ha habido una parcial excepción en las últimas elecciones), el voto no depende de lo que hayan realizado los partidos, sino de las adscripciones previas de los votantes, de su adhesión a la iglesia correspondiente, que es, en lo habitual, inamovible.
Cabe, pues, pensar si en esa exigencia de listas abiertas no se estará buscando por algunos aquello que el Levítico nos enseñó a conceptuar como «chivo expiatorio»: el trasladar la responsabilidad de la contumacia en el error del votante (esto es, la continuidad de su apoyo a una organización que siempre lo defrauda, pero que es incapaz de abandonar) a causas ajenas a sí mismo (el sistema que lo obliga a elegir a quien no quiere). Una conducta más guiada por la fe (llámese «adscripción emocional» o «ideología») que por la razón. Porque sólo en el ámbito de la política es el ciudadano capaz de reiterar conductas que en el resto de su vida social rechazaría, una vez vista su inutilidad, su falsedad o el perjuicio que para él y los suyos arrastran.
Y una de las causas de todo ello es la escasa inversión que el ciudadano realiza en una de las cosas que más debería preocuparle, la política. Porque nadie invierte un segundo en conocer candidatos o programas, y mucho menos en pensar la acción de los respectivos gobiernos y ponerla en relación con la responsabilidad de su voto en las urnas. Más bien nos movemos, en general, en el terreno del prejuicio (frente a los otros), de la fe (hacia los nuestros) y de la pasión (permanente o en llamarada coyuntural).
Una muestra más de ello son las proclamas que emiten los aduares que ocupan las plazas de España estos días. De forma nada sorprendente, se limitan a reiterar el discurso de intereses de IU, entreverado con las soflamas de las tertulias de derechas, esas a las que parece guiar la troquelación calvosoteliana de «Prefiero una España antes roja que rota». Esto es, un discurso centralista-madrileñista que ignora la realidad de los problemas electorales y la pluralidad de España.
Y desprecian, especialmente, un par de evidencias: que los ciudadanos, sobre no gastar un segundo en la información de la res publica, no quieren ser más que del Madrid o del Barcelona, o de los respectivos triunfadores locales o regionales. Y la de que así se expresan porque les da la real (equivocada o no) gana. Que tal es la esencia de la democracia.
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