¿Esto de cuándo ye?




Muchas veces me he preguntado si la facilidad de palabra y el excesivo estudio de la elocuencia no han causado ma­yores males que bienes a hombres y a ciudades. En efecto, cuando considero los desastres sufridos por nuestra repúbli­ca y repaso las desgracias acaecidas en otros tiempos a los más poderosos estados, compruebo que una parte considera­ble de estos daños ha sido causada por hombres de la más grande elocuencia.


Explicaré ahora el origen de este mal. En mi opinión, hubo probablemente un tiempo en el que ni las personas sin elocuencia y sabiduría solían dedicarse a los asuntos públi­cos ni los hombres superiores y elocuentes se ocupaban de causas privadas. Mas como los asuntos de mayor importan­cia eran tratados por las personas más eminentes, otros hom­bres, que no carecían de talento, se dedicaron a los peque­ños conflictos entre particulares. Cuando en estos conflictos los hombres se acostumbraron a defender la mentira frente a la verdad, el uso frecuente de la palabra aumentó su teme­ridad hasta el punto de que los verdaderos oradores, ante las injusticias que se cometían contra los ciudadanos, se vieron obligados a enfrentarse a esos temerarios y defender cada uno a sus amigos. Y así, como los que habían dejado de la­do la sabiduría para dedicarse exclusivamente a la elocuen­cia parecían sus iguales cuando hablaban, y en ocasiones los superaban, ellos mismos se consideraron dignos de gobernar el estado y de igual modo los consideró la multitud. Por ello no debe sorprender que siempre que hombres temerarios e irreflexivos se apoderan del timón de la nave, ocurran gran­des e irreparables naufragios. Esto causó tanto odio y descrédito a la política que, como cuando se busca en puerto refugio a una violenta tempestad, los hombres de mayor talento abandonaron esa vida sediciosa y de tumultos para refugiarse en la calma del estudio.

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