Uno está atónito ante la expectación y unción con que ha sido recibido el uso de la palabra «país» por don Francisco y su Foro.
—Ha dicho «país», ha dicho «país» —suspiran y reverencian las almas pías con devoción, como si se les hubiesen abierto los cielos para la parusía o tal que se hubiera desvelado, por fin, ¡qué digo el bosón de Higgs!, una fotografía misma del instante cero del big-bang o, más llariegamente, la instantánea de la Santina infundiendo ánimos a Pelayo frente a don Oppas y al moro Muza.
Y es que, pese a la pluralidad de acepciones de «país» en el diccionario castellano, es difícil ver en el vocablo otro significado que el que alcanza en sintagmas del tipo «patatas del país», «paisano» o el meramente geográfico con que Xovellanos abre el diario del destierro al degolar el Payares: «¡Qué hermoso país!». En todo caso, desde el punto de vista jurídico-político hodierno, la palabra nada significa. Pero veamos antes, muy en sustancia, cuáles son los antecedentes del asturianismo político histórico hasta 1975 (desde esa fecha hay otro, con otros fundamentos teóricos y otras prácticas políticas, no sólo el del PAS, pero ello no es el objeto de este artículo).
El primero es el Fuerismu Xuntista, centrado en la idea de que la Xunta Xeneral es el fuero de los asturianos. Su formulación más radical es la de que se trata de un instrumento de la soberanía nacional asturiana previa a la del conjunto de España y nunca resignada. Así Xovellanos y Camposagrado, al disolver la Xunta el Marqués de la Romana, la defienden llamándola «la Constitución de Asturias», calificándola de «inviolable» y entendiendo que es la manifestación de sus «fueros». En esa línea se mueven posteriormente Caveda (aunque este únicamente de forma retórica, pues se abona prestamente al jacobinismo centralista) y, ya en el primer tercio del XX, el Vizconde de Campo Grande, impulsor de la Junta Regionalista del Principado.
El segundo, y de gran importancia por su número y continuidad, es el carlismo. Personalidades notables de la vida cultural fueron carlistas (de Acebal a García Rendueles, por ejemplo; téngase presente, además, que en 1883, a la llegada de Adolfo Posada a la Universidad, el 25% de los catedráticos eran carlistas). Esta larga tradición viene a reforzarse en algunos momentos con la presencia de personajes que provienen de la vida política española, como Vázquez de Mella.
Estas dos últimas corrientes, junto con algunos otros elementos de la derecha tradicional, son los que dan lugar, entre 1917 y 1923, a un movimiento político, la Junta Regionalista del Principado, a un intento de grupo de presión, la Liga Pro-Asturias, y a dos documentos teóricos, la Doctrina asturianista (un «catecismo» al modo como se habían puesto de moda por entonces en Galicia y Cataluña) y Las manifestaciones del regionalismo en Asturias. La falta de autonomía municipal, las crisis del carbón y la subsiguiente al final de la Gran Guerra y, sobre todo, el ejemplo catalán impulsan estos movimientos.
Constituye una fuerza de otra entidad el Partido Republicano Federal. Lo es por su permanencia —va desde la primera república a la segunda—; por sus fundamentos teóricos, pimargallianos fundamentalmente; por ser un partido obrerista y de izquierdas; por sus continuados éxitos electorales. Naturalmente, el federalismo entiende España como una federación de naciones cuya soberanía es previa —e irrenunciable— a su integración en el conjunto. Así se diseña, por ejemplo, el papel de Asturies en el proyecto de Constitución de la primera República. Se preguntarán ustedes, en consecuencia, por qué la mayoría del pueblo asturiano ignora este tan importante vector de nuestra historia. Pues es muy sencillo, a la derecha no le interesa nombrarlo porque está en las antípodas de sus postulados. A la izquierda de raigambre marxista (y a sus palafreneros) menos, ya que así pueden mantener la mentira de que no hubo en el pasado más izquierda que ellos y, de paso, sostener su clásica tontería argumentativa (alimento de almas simples) de que todo nacionalismo es de derechas.
Digamos, finalmente, que intentar apoyar cualquier regionalismo en la tradición universitaria asturiana de corte españolista o en el reformismo melquiadista es un puro embeleco. Los primeros fueron indiferentes ante el regionalismo asturiano, en el mejor de los casos; en su mayoría, hostiles a él, como lo fue el reformismo.
Pero volvamos al «abracadabra, pata de cabra», al ungüento alucinatorio de la palabra «país». Desde el punto de vista constitucional (es decir jurídico y político hodierno) sólo existen tres palabras para encajar la autodefinición, el estatus y la juridicidad política de una comunidad autónoma: «región» y «nacionalidad», según el artículo 2º, y, desde la última reforma catalana, «nación».
Así que cuando el señor Cascos hable de reformar el Estatuto (y constituye un escándalo que un partido que quiere predicarse autonomista no haya dedicado ni una sola palabra a hablar de ese agravio contra los asturianos que es el actual Estatuto) que nos diga qué piensa poner en el texto: ¿«región»?, ¿«nación»?, ¿«nacionalidad»? Porque lo demás es palabrería. Seguramente buena para encandilar espíritus cándidos o gente que quiere dejarse engañar, pero palabrería.
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