Todos los lectores de LA NUEVA ESPAÑA tienen conocimiento de ello: las comunidades autónomas tienen más compromiso de gasto de lo que ingresan. Se traduce ello en una elevada cantidad de deuda, en un déficit superior a aquel al que nos hemos comprometido internacionalmente (a propósito, les aconsejo que revisen ustedes tanto las «progresadas» que se dijeron en 2001, cuando se limitaron los desequilibrios presupuestarios autonómicos por el PP, como las que se repitieron en 2006, cuando se eliminó dicho límite. Y no las busquen sólo en las actas del Congreso, las hay en los medios y columnistas vuvuzelas de la progresería).
A esa situación, digamos, estructural, ha venido a sumarse la falsificación de los Presupuestos del Estado de 2008 y, por ahora, 2009 (la falsificación de los presupuestos de ingresos es una de las mayores fuentes de corrupción de la vida pública), con la consecuencia de que a las autonomías se les han transferido «de más» 24.253 millones de euros, que deberán devolver a las arcas centrales del Estado. De modo que a la necesidad de reducir el presupuesto para ajustarse al déficit previsto para este año y el que viene (para este deberán reducir, en su conjunto, algo más de 16.000 millones) se suma la obligación de devolver toda esa pasta ingresada indebidamente. En concreto, Asturies deberá revertir 759 millones, casi la cuarta parte de nuestro presupuesto anual.
Como los ayuntamientos, como el Gobierno central, las comunidades autónomas han despilfarrado el dinero en tres capítulos: en voladores (gastos propagandísticos y semejantes), en inventos (sociedades públicas, proyectos económicos sin sentido) y en colocar amigos (mediante el crecimiento del empleo público en actividades sin mayor interés o necesidad). Pero nos engañaríamos si apuntásemos únicamente en esa dirección. El fondo de la cuestión es estructural. En primer lugar, las transferencias de sanidad y educación a las comunidades se han realizado con una dotación inferior a su coste real, lo que ha provocado déficits sistemáticos. Así, quien tenga un poco de memoria recordará, por ejemplo, que la educación se nos transfirió con un pufo de 12.500 millones sólo en la Universidad Laboral, y que el Ejecutivo anterior al Gobierno Areces, el de Sergio Marqués, se negó a aceptar el trasvase en sanidad porque el dinero de que se acompañaba era notablemente inferior al coste de lo trasvasado (el Gobierno socialista, por el contrario, aceptó encantado el timo).
Pero, además, y sobre todo, durante estos años se ha venido hinchando desde las Cortes el catálogo de «derechos» de los ciudadanos, esto es, de prestaciones, sin tener en cuenta que cada uno de esos «derechos» tiene un precio, precio que se multiplica por cada uno de los asistidos o demandantes. El ejemplo más notorio es el de la ley de Dependencia, cuyo coste económico se ha echado sobre el llombu de las comunidades autónomas, sin dotación para ello. Alardes semejantes, con la única previsión del «ya veremos», se han realizado, asimismo, en sanidad o educación.
(Uno, verdaderamente, no comprende qué es un «derecho» que entraña gasto si no hay dinero para pagarlo, ni entiende qué tiene de progresista el regalar lo que no se puede pagar. Sospecha uno, además, que una parte importante de la izquierda mantiene con la realidad una relación alucinatoria, jerjiana. Al igual que el rey persa Jerjes I, quien, tras el desastre marítimo de su ejército, mandó azotar la mar para castigarla, esa izquierda cree que basta con flagelar la realidad mediante el rebenque de los buenos deseos y las leyes para que la realidad se amanse y someta a su voluntad).
Y ello, ahora que parece levantarse un clamoreo de devolución de competencias a la Administración central, añade un motivo de reflexión: si el problema de la sanidad, la justicia y la educación es -en lo fundamental- su coste y no su gestión, la devolución no solucionaría el problema, lo trasladaría de lugar.
Haríamos bien en no olvidar, por otra parte, que, al socaire de los problemas económicos, se está librando en España una feroz batalla ideológica y económica, en la que, sobre un fondo uniformador y centralista que nunca ha cesado, ahora acrecentado, se trata de recortar o eliminar las autonomías. Libran esa batalla muchas gentes, entre otras ciertos grupos mediáticos, interesados en adelgazar o liquidar la competencia regional. Curiosamente, los del aduar, los llamados del 15-M, caminan en esa dirección.
Un par de palabras más sobre la postura de algunos partidos que discursean (y tal vez lo deseen de verdad) sobre la devolución de competencias. Al PP habría que recordarle que fue él -bajo la presidencia de su siempre turificado José María Aznar- quien realizó el trasvase de sanidad y educación a las comunidades, que lo hizo de forma inopinada -es decir, más bien motu proprio- y que transfirió esa gestión con una financiación inadecuada, causa en parte de los problemas actuales. Sobre la UPyD, habrá que preguntarse cómo nace un partido en Asturies para renunciar a gobernarla. A ambos, que para qué se presentan a las elecciones autonómicas si su propósito es prácticamente el de cerrar la autonomía.
¡A ver si ahora va a tener uno que alabar la seriedad del PSOE asturiano, el grupo humano más jacobino de la historia del partido de Pablo Iglesias!
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