LOS PERROS DE ALDEA Y LA POLÍTICA
Cualquiera
de ustedes tendrá, sin duda, tal experiencia. Avanzan por un camino de aldea
que no suelen frecuentar. De pronto late un can, inmediatamente le sigue un
gozque, un mastín, y así hasta que se generaliza una algarabía de ladridos, en
la que todos parecen competir por ver quién es más hombre, digo, más perro.
Después, a medida que usted se aleja, los ladridos se van apagando
progresivamente, hasta que el último, el de aquel más empecinado, lo hace
también. Tal vez, en alguna de esas ocasiones, haya usted reflexionado sobre el valor práctico de ese ladrerío.
Porque es seguro que, habituados a esa barahúnda de gañidos muchas veces al día
e infinitas al año, los dueños no se pondrán en alerta por ello. Es posible,
incluso, que los chuchos no ignoren que su excitación fonadora no tiene función
práctica alguna y que usted, que pasa por allí, ni representa peligro alguno ni
suscita el menor interés. ¿Por qué lo hacen, pues? Sin duda, porque saben que
eso, el latir, es precisamente lo que sus dueños esperan que ellos hagan y que
es por ello, por esa actividad intrascendente y ruidosa, es por lo que
recuerdan su existencia y por lo que les dan de comer.
Seguramente
ustedes, como yo, habrán caído en la cuenta de cuánta semejanza existe entre la
sociedad de los perros de aldea y la política. Porque basta que un político o
un partido empiece a gritar contra alguien o algo, sobre alguien o algo, para
que los demás profieran de inmediato alaridos en la misma dirección. Es suficiente
con que discurra un micrófono o una grabadora por delante de sus hocicos para
que uno tras otro se pongan a decir, sin que les sea posible, ni una sola vez,
callar. Con que uno de ellos eructe una tontería, un juicio apresurado, una
acusación sin pruebas, un «ex illis es», una tontipropuesta sobre la economía,
la sociedad o el paro, los demás correrán a regoldar el mismo vacío de la forma
más sonora posible. Ignoro si la mayoría de los políticos conocen la vacuidad,
la injusticia, la temeridad de la mayoría de las cosas que dicen —lo más
piadoso sería decir que sí, que solo nos engañan, pero temo que ese juicio raye
en caridad ilusoria—, pero es seguro que saben que es su obligación, que por
meter ruido continuamente y por hacerlo, precisamente, en la cadencia y tono
reiterados en que esperan sus dueños es por lo que estos los alimentan con el
hueso del voto y la proteína del poder.
Pero
compadezcámoslo un poco, al modo del ahora de moda Francisco de Asís, porque si
nuestros protagonistas de la aldea solo tienen obligación para con un amo,
estos la tienen para con dos, pues si no satisfacen a los intermediarios de sus
amos, los medios de comunicación, si los incomodan, aquel ruido incesante por
que los alimentan no llegará a sus amos o llegará distorsionado.
Claro
que, a veces, esta inveterada comedia costumbrista, de personajes típicos y
argumentos reiterados da un giro sorprendente y se convierte en drama, o tal
vez solo, a la manera arnichiana, en «tragedia grotesca». He ahí a don José
Blanco, «Pepiño» como vicesecretario general del PSOE, «don José» como ministro
de Fomento. Savonarola de sospechosos, Valdés-Salas de investigados, Beria de
corruptos, McKarthy de imputados, Kramer y Sprenger de designados por el dedo
acusador, el hombre que más rápido sacaba el revólver de su acusación y más
alto hacía sentir el gañido de su voz en el salón de la aldea al pasar el
caminante, ha pasado ahora a ser él mismo acusado, en su decir, de la manera
injusta, a la ligera y por meros indicios con que él estigmatizaba y
sambenitaba a sus adversarios. Y ahora
reconoce que no se puede tildar de culpar a nadie únicamente por
barruntes y, menos, pedir la dimisión de un cargo público por una mera
imputación; asimismo que él ha sido el primero en pecar por ello y que, tras su
imputación judicial, ha meditado mucho sobre ello y que hasta piensa escribir
un libro.
Sobre
este episodio de don José y su condición de Magdalena penitente podemos, como
espectadores, regodearnos o lamentarnos; o, acaso, decir aquello de «El diablo,
harto de carne…» o aquello otro de «Después de mujer maldita, hábito de santa
Rita». Pero, especialmente, sería bueno que los partidos políticos comenzasen
una seria meditación acerca de sus hábitos. Sobre la inutilidad de más del
noventa por ciento de su cháchara cotidiana, sobre lo dañino para el conjunto
de la sociedad de muchos de sus rituales de agresividad, sobre lo perjudicial
que resulta esa espiral de acusaciones y estigmatizaciones del rival en que
viene consistiendo el elemento central de la política desde hace muchos años.
Y
es que seguramente en nuestros paseos por la aldea gozaríamos de más solaz sin
tanto latir de gozques y mastines. Aunque, quién sabe, tal vez muchos
caminantes se espantarían del silencio y echarían en falta la algarabía del
chucherío. Y hasta es posible que estos, los canes, quedasen malheridos de
desconcierto, ignorando cuál sería su papel a partir de ese momento, recelando
de si, no oyéndolos como siempre, sus dueños les volviesen a dar de comer.
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