Xuan Xosé Sánchez Vicente: asturianista, profesor, político, escritor, poeta y ensayista. Articulista en la prensa asturiana, y tertuliano en los coloquios más democráticos. Biógrafo no autorizado de Abrilgüeyu
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El sueño de la patria y otros ensueños
(Ayer, en La Nueva España)
L’APRECEDERU
EL SUEÑO DE LA PATRIA Y OTROS ENSUEÑOS
Característica notable de la emigración asturiana fue la fortísima ligazón emocional de los emigrados con su patria. La tierra, por así decirlo, se trasplantaba con sus maletas y se reimplantaba en los nuevos países. De ese modo, por una parte, crecían instituciones de encuentro, memoria y auxilio, los centros asturianos, y se mantenían poderosos vínculos con Asturies, con la tentación permanente del regreso.
Uno de esos estrechos vínculos se manifestaba en la utilización de la llingua llariega, si no en todas las ocasiones, sí de forma continuada. A modo de ejemplo, cuando, al mando del asturiano Fernando Villaamil, la corbeta “Nautilus“, precedente del actual “Juan Sebastián Elcano”, donde va a embarcar la Princesa Leonor, es recibida en Puerto Rico, en 1894, tras dar la primera vuelta al mundo como buque-escuela, se honra a la tripulación con un banquete de bienvenida y con la lectura de un aplaudidísimo poema en asturiano. Al respecto, añadamos que en la ALLA espera una publicación de Lluis Ánxel Núñez y mía, Escritos asturianos en México (1870-1930).
Entre los libros que me propongo leer próximamente se halla el de Cartas de exiliadas. El legado de la palabra y la escritura (1939-1945), cuya base es la correspondencia de mujeres socialistas exiliadas con José Barreiro. La sustanciación que de él realiza Eduardo Lagar en el dominical de LA NUEVA ESPAÑA me ha interesado. Tres aspectos, en concreto, han aguijoneado mi interés: el uso emocional del asturiano, la fuerte señardá d’Asturies, desde el orbayu y el verde, a la gastronomía. El tercero me suscita una inquietud y nos invita a la reflexión: el horror que a quienes han caído en Rusia les provoca “el socialismo real”, que fue para tantos la tierra de promisión.
La pregunta se hace inevitable: cuando proclamaban la república socialista en el 34 o preparaban su implantación en el 36, ¿de qué hablaban en realidad?, ¿conocían la realidad de sus ensueños?

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Señardá (lo que queda d'aquel barriu)
Señardá.
L'otru día anduve pela rodiada les cayes onde me críe (nací en San Xosé, 53).
Vi que taben tirando la casa que sal na semeya, de la caye, d'aquella, Hermanos Fresno, güei, Argandona y enantes d'Hermanos Fresno, Argandona. Nesa casa, la de la semeya, vivieron los Camblor, ún de los cualos, Miguel, fue mui amigu míu y con otru d'ellos, más pequeñu, Víctor tengo relación casi diaria en facebook (ye un defensor y propagandista acérrime de La Llaboral).
Na rodiada, n'Argandona (enantes Hermanos Fresno) nun queda más qu'esa otra casa de cuatro pisos, onde vivieren los mios tíos Balta y Loli y los pás d'ella Lola y Arsenio, y, tarde, mio güela, Carolina, la so fía Elisa, el so paisanu Pedro (Jiménez pa les relaciones de trabayu) y los sos fíos Bego y Jose.
La otra casa, la de verde, ta na caye San José, poco enantes del 53. Ehí nació'l nuestru amigu Gustavo. Nel sótanu, ente tablones, celebrábamos daqué merienduca infantil.
Teitos y singularidades asturianas
(Asoleyáu en LNE del 11/3/2020)
L’APRECEDERU
TEITOS Y SINGULARIDADES ASTURIANAS
Hay
palabras que contienen, más allá de su significado usual, un rastro cultural y
social en que se percibe la sociedad en que la palabra se formó y el tipo de
individuos que la habitaban.
Uno
de esos vocablos es el asturiano señardá,
del latín singularitate. El significado básico de la
palabra es la toma de conciencia psíquica de que el individuo ha perdido los
amarres emocionales con los suyos o con su tierra, de aquello que constituía su
“otredad” más sustancial; de que uno ha quedado alienado de su verdadero “yo”,
por dejar de ser “otro” y pasar a ser sólo mismidad, “singularidad”. Nace de
ahí la conciencia de la soledad, la extrañeza por ella y el dolor (o
insatisfacción) por la misma, los tres componentes emocionales básicos de lo
que denominamos señardá .
La
palabra hubo de surgir en la sensibilidad de un pueblo de vaqueiros y pastores que pasan gran parte del año en les brañes y puertos, en la inmensa soledad de la naturaleza durante muchos
meses. Ahí es donde debió tomar cuerpo primeramente la formulación de la
“singularidad” como análisis y expresión de esa percepción de extrañamiento de
la sociedad humana y de las cosas de diario, y del vago sentimiento de tristeza
que la acompaña.
Es en
ese ámbito asimismo donde surge la palabra teitu.
En la inmensidad de la naturaleza, en el desamparo del hombre ante ella, el techo subraya también esa soledad del individuo,
pero ahora afirmando la nota de lo humanizado (teitu) frente a lo no humanizado; el amparo que acoge, frente a la
hostilidad del mundo.
Y
llegamos ahora a una singularidad distinta y moderna: la absoluta indiferencia
práctica (si no su hostilidad) de la administración asturiana frente a esas
piezas constructivas que nos singularizan: teitos
y horros; como se quejan, por
ejemplo, los vecinos de Somiedo ante el reciente incendio del teitu de Mumián.
Señardá e identidad en Asturies
SOLEDAD E IDENTIDAD EN ASTURIES
Melancolía
es la palabra habitual castellana para designar la “tristeza vaga, profunda,
sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no
encuentre el que la padece gusto ni diversión en ninguna cosa”, según la
Academia castellana. Su procedencia es culta, tanto por su etimología, (del
griego mélanos, ´negro`; y kolós, bilis), como por su origen
cultural y conceptual: melancolía
proviene de la antigua teoría médica de los humores, como constituyentes
fundamentales del cuerpo humano, su salud y su equilibrio psíquico.
El asturiano murnia (probablemente de un onomatopéyico murr, para designar el enfado) es un sinónimo popular asturiano. Existe
otro, objeto central de nuestro comentario, de una profunda significación
antropológica: es señardá (su
adjetivo es señardosu, a, o, ´que
tiene o padece señardá`; ´que la provoca`).
El étimo de señardá es el latín singularitate
(´soledad`, ´aislamiento`). El significado básico de la palabra es la expresión
de la toma de conciencia psíquica de que uno ha perdido los amarres emocionales
con los suyos o con su tierra, de que uno está aislado de su grupo, sus raíces
físicas o de alguna persona que constituía su “otredad” más sustancial; de que
uno ha quedado alienado der su verdadero “yo”, por dejar de ser “otro” y pasar
a ser sólo mismidad. Nace de ahí la conciencia de la soledad, la extrañeza por
ella y el dolor (o insatisfacción) por la misma, los tres componentes
emocionales básicos de lo que denominamos señardá
o melancolía. Esa extrañeza (estrañedá es un sinónimo, poco frecuente, de señardá) se produce por separación en el espacio de uno mismo o de
los otros (la señardá es el
movimiento anímico central de la emigración), o bien por la separación o
desaparición en el tiempo de las cosas o de los seres (se tiene señardá de los muertos, pero también de
los objetos o costumbres del pasado).
El gallego posee expresiones muy semejantes: señardade, como el asturiano,
soedade y saudade (una variante
ésta de la anterior, aunque mucho más conocida), todas ellas provenientes de la
misma idea (lat. singularitate; lat. solitate).
Como se ve, pues, mientras la palabra castellana y su concepción
cultural provienen de una experiencia teórica culta (y meramente hipotética,
irreal), la palabra asturiana y la gallega manifiestan su arborescimiento en
concretas situaciones vitales. Es señardá
(y su sinónimo, estrañedá),
ciertamente, una palabra muy enraizada con la emigración y el distanciamiento
físico. Pero, siendo éste su cañón
más notable, quizás no sea su raigón.
Con seguridad, la palabra ha de surgir en la sensibilidad de un pueblo de vaqueiros y pastores que pasan gran
parte del año en les brañes y puertos, en la inmensa soledad de la
naturaleza durante muchos meses. Ahí es donde debió tomar cuerpo primeramente
la formulación de la “singularidad” como análisis y expresión de esa percepción
de extrañamiento de la sociedad humana y de las cosas de diario, y del vago sentimiento
de tristeza que la acompaña.
Es seguramente en esa sociedad (la misma que da el nombre de teitu, por metonimia, a la casa o
refugio que permite cubrirse del ominoso y omnipresente cielo: humanización
frente a naturaleza), donde debieron fraguarse los primeros análisis
introspectivos que cristalizaron en nuestro singularitate>
señardá.
En otro orden de cosas, cabe señalar el desarrollo de una acepción
ulterior: señardá, ´parecido o
semejanza física con un antepasado o familiar`. Aunque podría hacerse otra, sin
duda la explicación más probable es de tipo metafísico/poético: el cuerpo o la
faz aspiran a repetir los rasgos de los antepasados, a encajarse en su molde, “tienen señardá de ellos”. ¿Quién no recuerda, a propósito, aquel feciste nos ad te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te,
con que Agustín de Hipona señalaba la soledad y ansiedad del hombre (su señardá) hasta volver a su
destino/origen, Dios; suposición, por cierto, tan idéntica al mito platónico
(expresado en el Banquete) del amor
como la separación de un solo ser originario en dos mitades que se buscan señardosas y angustiadas hasta volver a
unirse (que es, precisamente, la última de las acepciones del término señardá: el dolor por la carencia de
lejanos e inalcanzables bienes a que se opta en el futuro)?
EL PASADO NUNCA MARCHA
Lo encuentro en un acto
cultural. Sobrepasa los sesenta años, es titulado superior y ha tenido, sin
duda, puestos de responsabilidad. Intercambiamos algunas cortesías. De pronto,
irrumpe: «¿A que no sabes lo que significa “esperteyu”?». Se lo murmuro de
forma cortés. «Es que se lo he preguntado a muchos de esos del «bable de
laboratorio» y no tienen ni idea». Desconoce que algún diccionario de nuestra
lengua he publicado; que existe un numeroso grupo de escritores en asturiano,
de todas las edades, muchos magníficos; que nunca ha existido eso que se dio en
llamar «bable de laboratorio», si acaso la elaboración de un estándar escrito y
hablado, con los mismos problemas de extrañamiento con respecto a los usos
designativos de la lengua en el agro que se han dado en catalán o gallego (y,
de manera semejante pero menos chocante, en castellano). Pero todo ello no me
llama la atención, no me sorprende su falta de información —tan
conmovedoramente asturiana— sobre una parte de la realidad de su patria. Sí lo
hace el que su discurso y apasionadas maneras dialécticas sean exactamente las
de los años ochenta del siglo pasado, las de aquella batalla peregrina y
provinciana en torno a la normalización de nuestra lengua. Como otros tantos, en
torno a aquella fecha ha consolidado un prejuicio con dos datos y dos juicios,
y esa visión ha permanecido congelada en él para siempre, inamovible.
Ese proceder no es en absoluto
particular de mi interlocutor, ni excepcional. Es la forma con que, en general,
tendemos a comprender y explicar el mundo en muchos de los campos de la emoción
o de la inteligencia. En torno a la adolescencia y la juventud suelen
configurarse nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestros valores, nuestros
prejuicios. Como si nuestra psique y nuestro cerebro no fuesen capaces después
de admitir más elementos —o tal vez, más bien, como si esos primeros elementos
conformasen la estructura de nuestro ánimo y pensar-ver—, a partir de esas
fechas un amplio número de componentes de nuestra emoción y sensibilidad quedan
fijados para siempre, al modo, podríamos decir, que han quedado fijados por las
cenizas los gestos y las posturas de los habitantes de Pompeya y Herculano. El
peinado que nos define, la ropa que nos atrae, las músicas y lecturas que nos
aplacen, nuestras antipatías y simpatías genéricas suelen quedar plasmadas en
esas edades. El resto de nuestras vidas las repetimos, las buscamos, las
adaptamos, si acaso. Y esos moldes no son únicamente individuales, sino, en
gran medida, generacionales. Miren ustedes alrededor y verán cómo cada uno
lleva en sí no solo las marcas de su biografía, sino las señas, gustos y
discursos de su quinta, que establecen grupos más o menos homogéneos dentro de
una sociedad.
De modo que no es, como nos parece en ocasiones, que el
pasado vuelva, sino que nunca se ha ido, es más, es el pasado el que hace el
presente. La señardá, la nostalgia, tan frecuente, tan exitosa incluso
comercialmente, no sería, en este sentido, el recuerdo de lo pretérito, sino la
vivificación de lo que somos, la reafirmación de los elementos de nuestro
pasado que constituyen el presente.
Uno de los ámbitos en que es notable la congelación de lo
que pudiéramos llamar «el prejuicio adolescente» es en el de la política. Es
muy improbable que quien ha votado a un partido determinado a los veinte años
vuelva a votar a otro en su vida. Ni la corrupción, ni el desempleo ni la
economía son, en general, capaces de mover el voto. Si acaso, una retirada
temporal de la confianza. Y la razón fundamental de esa retirada no es tanto el
fracaso de las políticas aplicadas por el partido en el Gobierno, su
incapacidad para manejar la realidad, sino la de que se haya apartado de la
imagen soñada del convencionalismo del votante.
Pero esa congelación del prejuicio obtenido en el pasado no
encauza solo la conducta de los ciudadanos, también la de las instituciones. De
entre ellas, la de los partidos políticos. La guía de actuación de los mismos
no es, en la mayoría de los casos, una dialéctica que se establezca entre la
realidad, su análisis y la inteligencia, sino la repetición de discursos y
recetas elaboradas en el pasado y que tuvieron en ese pretérito; éxito real o,
simplemente, propagandístico, es decir, que conllevaron réditos electorales por
conectar adecuadamente con los prejuicios consolidados de una masa de
ciudadanos.
«El presente pertenece a los vivos, no a los muertos», dijo
Thomas Jefferson, en un intento de apartar del fugitivo hoy la losa sólida e
inerte de los intereses y puntos de vista de las generaciones pasadas. Lo que
Jefferson no alcanzaba a ver es que, inevitablemente, el pasado somos también
nosotros, los moradores del hoy, y que no tenemos modo alguno de evadirnos de
esa retícula de prejuicios constituidos en el ayer que nos conforman y
condicionan.
Meditación en San Roque
Mientras espero que me sirvan, miro a través de las amplias cristaleras que dan sobre el puerto y permiten contemplar un amplio paisaje. A la derecha, en San Telmo, se advierte la mancha tridáctila marrón oscuro del Museo del Jurásico, a la que rodea el verde negreante de los eucaliptos, que se extiende hacia La Poledura. De pronto, algo atrae mi atención y me sorprende: es, entre los eucaliptos, el tapiz verde claro de un prado extenso. Ello quiere decir, evidentemente, que alguien, aún, sigue limpiando y trabajando aquel terreno, año tras año.
Reparo, después, en que mi consciencia arrastra consigo un algo de señardá y un algo de inquietud. Porque este prado es, en realidad, casi una anomalía, un superviviente de una actividad dominante en el pasado que, pronto, va a desaparecer casi por completo.
Traslado después mi vista hacia la izquierda, tresallá de la playa de La Griega -en cuyas piedras nos quedan huellas del discurrir remoto de dinosaurios-, y contemplo La Villeda. Dedicado hoy al cultivo del eucalipto -de los que ha sido hecho recientemente un corte-, el monte, donde se asienta un castro no explorado, es propiedad en parte municipal, en parte de los habitantes de Güerres y de San Juan. Pues bien, todavía avanzados los años sesenta, La Villeda contenía múltiples parcelas donde se cultivaba la escanda. Si no disponen de testimonios gráficos, los vecinos de cierta edad de esas dos parroquias pueden revivir aquel aspecto del monte en el archivo de imágenes de su memoria.
Vuelvo otra vez a la excepcionalidad de la parcela verde claro de San Telmo y pienso que los asturianos de hoy estamos asistiendo a las últimas horas de un paisaje, el de los prados, que tenderá a desaparecer en pocas décadas, pues no sólo disminuye a ritmo exponencial la población que trabaja en el sector primario, sino que mucho de lo que hoy se conserva de naturaleza humanizada lo es porque la cuidan personas ya retiradas a las que mueve una especie de responsabilidad estético-social que los impulsa a mantener despejados caminos y campos. En otras ocasiones, la mayoría de los pastizales están limpios aún porque se dan gratis para llevar o porque se ocupan con ovejas o caballos con el único objetivo de mantenerlos libres del avance de la naturaleza incontrolada. Algo parecido ocurre ya con el puerto de El Sueve, que veo allá arriba, sobre Carrandi, en una visual que pasa entre San Telmo y La Villeda, cuya ocupación lo es fundamentalmente por las primas que la Administración proporciona por subir allí el ganado.
Examino mi melancolía, y me digo que es cierto que el mundo nunca fue igual y que las cosas siempre cambiaron: ahí están, por ejemplo, y sin ir más lejos, Tito Bustillo o el castro sobre La Griega para demostrarlo, pero es evidente también que nunca se han sucedido las mutaciones con tanta rapidez como hasta hoy -piénsese en La Villeda, según hemos dicho, todavía con parcelas de escanda en los años sesenta del siglo pasado- y, sobre todo, que ciertas formas de vida, de ocupación del territorio y de explotación del terrazgo que han tenido hasta hoy una continuidad más o menos semejante desde el neolítico, van a extinguirse definitivamente, si no por completo, casi.
De modo que, medito -sobre estar justificada la señardá que provoca mi mirada al contemplar el entorno a estas horas de la tardina-, bien harían los asturianos de hoy en guardar en sus retinas o en sus archivos fotográficos un paisaje que, en sus elementos primarios y en su significación como «idea», como patrón visual significativo de nuestro país, va a dejar de ser.
Y, a la par, no sería cosa sin sentido que hiciesen a sus hijos fijarse en este «Titanic» verde claro antes de que desaparezca por el escotillón de la historia y la evolución económica, a fin de que gocen de su belleza en sus últimas horas. Del mismo modo, tampoco estaría mal que ello les sirviese para considerar conjuntamente qué es la naturaleza y cómo la mayor parte de eso que llamamos tal -y que, a veces, adoran algunos con papanatismo- no es otra cosa que mundo humanizado, mundo puesto al servicio del hombre, en cuyo proceso ha adquirido tanto su belleza como la capacidad de suscitar nuestra emoción al contemplarlo y al evocarlo.
Reparo, después, en que mi consciencia arrastra consigo un algo de señardá y un algo de inquietud. Porque este prado es, en realidad, casi una anomalía, un superviviente de una actividad dominante en el pasado que, pronto, va a desaparecer casi por completo.
Traslado después mi vista hacia la izquierda, tresallá de la playa de La Griega -en cuyas piedras nos quedan huellas del discurrir remoto de dinosaurios-, y contemplo La Villeda. Dedicado hoy al cultivo del eucalipto -de los que ha sido hecho recientemente un corte-, el monte, donde se asienta un castro no explorado, es propiedad en parte municipal, en parte de los habitantes de Güerres y de San Juan. Pues bien, todavía avanzados los años sesenta, La Villeda contenía múltiples parcelas donde se cultivaba la escanda. Si no disponen de testimonios gráficos, los vecinos de cierta edad de esas dos parroquias pueden revivir aquel aspecto del monte en el archivo de imágenes de su memoria.
Vuelvo otra vez a la excepcionalidad de la parcela verde claro de San Telmo y pienso que los asturianos de hoy estamos asistiendo a las últimas horas de un paisaje, el de los prados, que tenderá a desaparecer en pocas décadas, pues no sólo disminuye a ritmo exponencial la población que trabaja en el sector primario, sino que mucho de lo que hoy se conserva de naturaleza humanizada lo es porque la cuidan personas ya retiradas a las que mueve una especie de responsabilidad estético-social que los impulsa a mantener despejados caminos y campos. En otras ocasiones, la mayoría de los pastizales están limpios aún porque se dan gratis para llevar o porque se ocupan con ovejas o caballos con el único objetivo de mantenerlos libres del avance de la naturaleza incontrolada. Algo parecido ocurre ya con el puerto de El Sueve, que veo allá arriba, sobre Carrandi, en una visual que pasa entre San Telmo y La Villeda, cuya ocupación lo es fundamentalmente por las primas que la Administración proporciona por subir allí el ganado.

De modo que, medito -sobre estar justificada la señardá que provoca mi mirada al contemplar el entorno a estas horas de la tardina-, bien harían los asturianos de hoy en guardar en sus retinas o en sus archivos fotográficos un paisaje que, en sus elementos primarios y en su significación como «idea», como patrón visual significativo de nuestro país, va a dejar de ser.
Y, a la par, no sería cosa sin sentido que hiciesen a sus hijos fijarse en este «Titanic» verde claro antes de que desaparezca por el escotillón de la historia y la evolución económica, a fin de que gocen de su belleza en sus últimas horas. Del mismo modo, tampoco estaría mal que ello les sirviese para considerar conjuntamente qué es la naturaleza y cómo la mayor parte de eso que llamamos tal -y que, a veces, adoran algunos con papanatismo- no es otra cosa que mundo humanizado, mundo puesto al servicio del hombre, en cuyo proceso ha adquirido tanto su belleza como la capacidad de suscitar nuestra emoción al contemplarlo y al evocarlo.
El fresnu filolóxicu: SOLEDAD E IDENTIDAD EN ASTURIES
El asturiano murnia (probablemente de un onomatopéyico murr, para designar el enfado) es un sinónimo popular asturiano. Existe otro, objeto central de nuestro comentario, de una profunda significación antropológica: es señardá (su adjetivo es señardosu, a, o, ´que tiene o padece señardá`; ´que la provoca`).
El étimo de señardá es el latín singularitate (´soledad`, ´aislamiento`). El significado básico de la palabra es la expresión de la toma de conciencia psíquica de que uno ha perdido los amarres emocionales con los suyos o con su tierra, de que uno está aislado de su grupo, sus raíces físicas o de alguna persona que constituía su “otredad” más sustancial; de que uno ha quedado alienado der su verdadero “yo”, por dejar de ser “otro” y pasar a ser sólo mismidad. Nace de ahí la conciencia de la soledad, la extrañeza por ella y el dolor (o insatisfacción) por la misma, los tres componentes emocionales básicos de lo que denominamos señardá o melancolía. Esa extrañeza (estrañedá es un sinónimo, poco frecuente, de señardá) se produce por separación en el espacio de uno mismo o de los otros (la señardá es el movimiento anímico central de la emigración), o bien por la separación o desaparición en el tiempo de las cosas o de los seres (se tiene señardá de los muertos, pero también de los objetos o costumbres del pasado).
El gallego posee expresiones muy semejantes: señardade, como el asturiano, soedade y saudade (una variante ésta de la anterior, aunque mucho más conocida), todas ellas provenientes de la misma idea (lat. singularitate; lat. solitate).
Como se ve, pues, mientras la palabra castellana y su concepción cultural provienen de una experiencia teórica culta (y meramente hipotética, irreal), la palabra asturiana y la gallega manifiestan su arborescimiento en concretas situaciones vitales. Es señardá (y su sinónimo, estrañedá), ciertamente, una palabra muy enraizada con la emigración y el distanciamiento físico. Pero, siendo éste su cañón más notable, quizás no sea su raigón. Con seguridad, la palabra ha de surgir en la sensibilidad de un pueblo de vaqueiros y pastores que pasan gran parte del año en les brañes y puertos, en la inmensa soledad de la naturaleza durante muchos meses. Ahí es donde debió tomar cuerpo primeramente la formulación de la “singularidad” como análisis y expresión de esa percepción de extrañamiento de la sociedad humana y de las cosas de diario, y del vago sentimiento de tristeza que la acompaña.
Es seguramente en esa sociedad (la misma que da el nombre de teitu, por metonimia, a la casa o refugio que permite cubrirse del ominoso y omnipresente cielo: humanización frente a naturaleza), donde debieron fraguarse los primeros análisis introspectivos que cristalizaron en nuestro singularitate> señardá.
En otro orden de cosas, cabe señalar el desarrollo de una acepción ulterior: señardá, ´parecido o semejanza física con un antepasado o familiar`. Aunque podría hacerse otra, sin duda la explicación más probable es de tipo metafísico/poético: el cuerpo o la faz aspiran a repetir los rasgos de los antepasados, a encajarse en su molde, “tienen señardá de ellos”. ¿Quién no recuerda, a propósito, aquel feciste nos ad te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te, con que Agustín de Hipona señalaba la soledad y ansiedad del hombre (su señardá) hasta volver a su destino/origen, Dios; suposición, por cierto, tan idéntica al mito platónico (expresado en el Banquete) del amor como la separación de un solo ser originario en dos mitades que se buscan señardosas y angustiadas hasta volver a unirse (que es, precisamente, la última de las acepciones del término señardá: el dolor por la carencia de lejanos e inalcanzables bienes a que se opta en el futuro)?
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