BANALIDAD Y PAULOVISMO EN EL DISCURSO POLÍTICO


                El elemento más irritante en la actual coyuntura política es, sin duda, la evidencia de la corrupción, sus proporciones elefantiásicas. Pero si nos distanciamos un poco del momento, podemos advertir en la práctica política otros componentes que tienen carácter permanente y que resultan, cuando en ellos reparamos, idénticamente ofensivos.
                El primero de ellos es la banalidad de la mayor parte del discurso político que se construye (y se repite) cotidianamente. Se limita a obviedades o trivialidades que cada grupo reitera en virtud de sus preferencias políticas: «hay que garantizar la sostenibilidad de las pensiones», «todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna», «es necesario sentarse a la mesa y dialogar», «hay que garantizar la sanidad universal y pública», «el nivel de paro de las nuevas generaciones es intolerable», «la emigración no es una salida para los jóvenes», «es necesario rebajar la presión fiscal»… Lo que define a estos discursos como banales no es el que sean bienintencionados o no (¿quién no desearía una ley que nos garantizase a todos ser jóvenes, guapos e inmortales, sin que tuviésemos que trabajar?), sino que nunca explicitan cómo se consigue llevar a cabo esos objetivos, o cómo es posible cohonestar unos con otros. Por solo poner un ejemplo, fuera de la coyuntura económica. Hace unos años, todas las encuestas señalaban la coincidencia de la mayoría de la población española en que había que dialogar con ETA («diálogo» es una de las palabras mágicas del beaterío melifluo de la sociedad actual), pero, sin embargo, quienes estaban a favor de ese encuentro afirmaban a continuación que no había que hacer ninguna concesión al terrorismo. ¿Qué significa, entonces, «dialogar», si no cabe la negociación? No importa, se realizan ambas afirmaciones porque están bien vistas socialmente y quien las emite se siente beato consigo al hacerlo y no padece ningún desasosiego al ir contra corriente.
                Junto con la banalidad, la incoherencia, como se ve en el ejemplo que acabamos de explicitar. Se puede decir lo mismo y lo contrario, al mismo tiempo. Se puede pedir diálogo con el islamismo y, a la par, que se garantice la libertad individual, el laicismo y el respeto a la mujer en los países en que aquel predomina. Se puede pedir que se impida que la juventud beba de forma brutal, para preservar su salud y, a la vez, rechazar que se persiga el botellón en la calle; defender el derecho de los vecinos al descanso y, juntamente, el derecho de los jóvenes a divertirse y alborotar bajo las viviendas de los mismos vecinos. La incongruencia no ocurre solo entre los argumentos que el discurso maneja, no se da únicamente por la imposibilidad de intentar casar dos realidades incompatibles olvidando el efecto de una de ellas sobre la otra o las otras, sino que sucede muchas veces por el hiato o salto en el vacío existente entre las premisas y la conclusión del discurso y del argumento. He aquí una muestra reciente, en el discurso de ese Demóstenes-Frege que es el secretario de organización del PSOE, don Jesús Gutiérrez, quien de vez en cuando nos ilumina con sus saberes lógicos y sus habilidades retóricas. Contestando a unas palabras de Álvarez-Cascos en que este acusaba a Pérez Rubalcaba del cierre de la minería asturiana, decía: «Cascos miente y utiliza el carbón para desviar la atención y tapar sus responsabilidades en el caso Bárcenas». «Tengo muy buena cochura. / Comedme sin regodeos / porque soy canela pura. / También se venden fideos.» recogía o fingía recoger Camilo José Cela en Ribadesella. El último verso de la cuarteta, traído por los pelos para completarla, tiene la misma trabazón lógica que la locución de don Jesús, porque es posible que don Francisco mintiese con respecto a la acusación que contra el PSOE y Rubalcaba realizaba y es posible, asimismo, que tenga responsabilidades en el caso Bárcenas, pero lo que es altamente improbable es que a don Francisco se le pasase por la cabeza en ningún caso, ni aun coyunturalmente tresvolicáu, que la mención al carbón iba a librarle ni por un segundo de lo que la opinión pública pensase sobre su relación con el señor Bárcenas.
            Sin embargo, don Jesús sabe muy bien a dónde apunta. El objetivo central de la política y del discurso político es el mismo que era el objeto de la enseñanza de los sofistas en la Grecia clásica: enseñar a persuadir, seducir y embelesar a los demás y moverlos a actuar en beneficio propio, con o sin razón, con verdad o mentira. Y, por otro lado, el más acendrado blanco de la política es la iglesia propia, ese amplio núcleo de fieles inasequibles al desaliento, inmarcesibles por la evidencia, que esperan a diario —de sus mentores mediáticos o políticos— el argumento coyuntural contra sus contrarios, las llamaradas de la incitación para mantener vivas pasión y fe propias.
                De modo que, aunque aparentemente el discurso de don Jesús parezca incoherente e ilógico, no lo es, responde al objetivo central de su labor pastoral: mantener encelados a sus fieles mediante la coyunda excitativa «Cascos-Bárcenas». Desde ese punto de vista, el del objetivo central o único de sus destinatarios, las aparentes incoherencias del discurso político en sus diversas fórmulas quedan resueltas de la misma manera: acertadas, adecuadas a su objetivo, eficaces para ello.

                Antes llamábamos irónicamente a don Jesús «Demóstenes-Frege». Seamos respetuosos y quitemos la montera ante sus habilidades. Cantemos la palinodia: «Demóstenes-Gorgias», es lo apropiado, lo mismo para él como para tantos que, con tanta maña, llevan a la excelencia el arte de la sofística.

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