El sábado 31 de agosto estuve por primera vez en la braña allandesa de Campel. Me situó allí la fotografía de Antonio Vázquez, reproducida en una de las magníficas láminas con que La Nueva España nos regala los sábados. Desde una ligera altura contemplo un total de siete edificaciones, dos de las cuales se hallan en perfecto estado de conservación, y cuatro, aunque deterioradas, podrían tener un uso parcial; de una octava construcción no quedan más que les murueques. Aunque no exactamente iguales, tienen una tipología semejante y la mayoría posee un piso superior para tenada; las dos en mejor estado han reconstruido su tejado con materiales y técnicas más modernas. Todas ellas, según se nos informa, han tenido un destino exclusivamente ganadero. Junto con las edificaciones, salta a la vista un continuum de muries de piedra que establecen separaciones del uso o la propiedad en lo que es probablemente un espacio comunal. A nuestra izquierda, seis vacas de pies, cinco de ellas pastiando; debajo de nosotros, al pie, una echada. El suelo es, en la mayoría de los predios, prado, lo que indica su uso y su cuidado.
Pero el ojo nos lleva enseguida hacia otras estampas. ¡Porque la lámina nos habla de tantas cosas! Nos habla, por ejemplo, de la apropiación y humanización del espacio por el hombre, de derromper, de hacer borronaes, de perseverar después durante siglos contra la naturaleza, convirtiendo lo espontáneo en previsible y manteniéndolo en su ser a través de generaciones. De la socialización de los individuos y las familias, haciéndolos compartir esfuerzos colectivos en pro del interés al tiempo colectivo y particular, encaminándolos a resolver los conflictos eliminando la violencia y llegando a acuerdos tal vez incómodos para todos; de la erección del derecho, repartiendo obligaciones, estatuyendo el uso y reparto del territorio, conformando la propiedad y la obligación, el ámbito de lo privado y lo común, sus normas y épocas de uso, los caminos y su cuidado en sextaferia, el egoísmo particular y la cooperación. Asimismo, la cultura de los conocimientos constructivos, el saber en el manejo de los materiales, las mejoras en las técnicas de extracción y su acarreo. Y, sobre todo, del trabajo, mucho trabajo, generación tras generación. Acaso, si el ojo tuviese la capacidad de una mayor empatía transgeneracional, su visión ensoñativa nos retrotraería hacia aquellos pastores que, en el neolítico, comenzaban a dominar con sus ganados y sus dólmenes las alturas medias de nuestras montañas.
Pero es posible que nuestra mirada no quiera ir tan atrás, y que se limite a inspeccionar tres, cuatro décadas atrás. Entonces lo que contemplará será una progresiva y acelerada desaparición de esos parajes que hace muchos siglos se constituyeron en «campelos» y en Asturies y que, durante tantos centenares de años, se conservaron como «campelos» y como Asturies. Y si nuestra mirada tiene una vocación escrudriñadora de lo social y lo económico, sabrá que esa tendencia de abandono del mundo rural a favor de lo industrial, lo comercial y lo urbano es una riada casi universal e imparable, y que las gentes prefieren, por lo general, fundirse en la grey a encontrarse a sí en la soledad o entre los pocos; pero conocerá asimismo que, en alguna medida, es ligeramente graduable el caudal de las aguas y la velocidad de su curso. Y que aquí, en nuestra tierra, hemos hecho en estos últimos años todo lo posible, a tuerto o a derecho, por vaciar la aldea y llenar la ciudad. Pues, sobre esa tendencia universal, aquí hemos legislado para dificultar o hacer imposible la vida al ciudadano del campo. Hemos perpetrado parques naturales con vecinos dentro, lo que ha supuesto ponerles trabas en todas sus actividades económicas y cotidianas; hemos levantado todo tipo de dificultades para el mantenimiento de la actividad ganadera en puertos y brañas, dificultando los accesos, la higiene, las comodidades, como si nuestra sensibilidad urbanita solo se sosegase manteniendo al pastor como un buen salvaje del pasado. Se ha convertido la vida en el campo en un ir y venir burocrático y reglamentado que, sobre los costos, requiere un tiempo y unos saberes técnicos de que en ocasiones no se dispone. Se ha mostrado poca inclinación a reparar de forma urgente los daños que la fauna causa en las propiedades y se ha conseguido instalar en los hombres de la aldea la idea de que los animales son tenidos en más consideración que ellos por la administración y por la prédica social. Hemos desaprovechado nuestros montes y nuestras maderas, sobre los que poco discurso práctico tenemos más allá del ritualizado «ocalitos non». Y, en general, y únicamente por concluir, las ensoñaciones de los teóricos, las manías de los especialistas en tal o cual materia, las visiones de los señoritos que quieren gozar del campo en sus excursiones tal como ellos creen que debe ser han conformado las políticas sobre la tierra y el campo en contra de sus propietarios, de sus habitantes, de quienes en él se ganan su vida. ¡Como si, además, eso que conocemos como naturaleza y que pretendemos gozar fuese otra cosa que la no naturaleza que, contra esta, han construido a lo largo de la vida nuestros antepasados! ¡Como si, fugados y expulsos sus habitantes, la belleza de esa naturaleza se fuese a mantener sola, sin ser devorada en pocos años!
Yo he estado en Campel este sábado 31 de agosto de 2013. Y he podido ver ahí, las manos, los afanes, los sueños, el trabajo de tantas generaciones de nuestros antepasados. Dentro de treinta, de cuarenta años, nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos, ¿qué Campel verán, si alguno? ¿Y qué contemplarán en él cuando su vista se abstraiga del presente para recorrer las trochas y senderos de la historia?
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