LA MORAL DEL SEÑORITO Y LA MORAL DE LA GENTE



Como todos ustedes saben, una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo confirma la inadecuación de la llamada «doctrina Parot», una interpretación del año 2006 de los tribunales españoles sobre la aplicación de los descuentos  por beneficios penitenciarios (algunos de estos tan indignantes como risibles) a los condenados por el Código Penal de 1973, computando esos beneficios sobre el total de las penas a que hubieren sido sentenciados y no sobre el tiempo máximo en prisión (30 años) contemplado por dicho código.
La sentencia —en cuanto a su doctrina jurídico-formal— ha sido recibida mayoritariamente como previsible y ajustada a los principios generales del derecho: ni castigo sin norma jurídica, ni retroactividad de las penas. Ahora bien, la «razonabilidad» de la sentencia no es tan patente, en cuanto que a la penada que recurría su condena, cuya es la razón de la sentencia del TEDH, la etarra Inés del Río, sentenciada a 3.828 años de prisión por un total de 24 asesinatos, ni se le modificaba la pena impuesta ni se inventaba un nuevo tipo penal para sus crímenes. Simplemente, se le aplicaba la reinterpretación de la aplicación de beneficios en relación con el código de 1973 que el Tribunal Supremo había hecho en 2006 para todos cuantos se encontrasen en situación similar. Además, como ha recordado aquí, en La Nueva España, Gerardo Pérez Sánchez, profesor de Derecho Constitucional de la ULL, el Tribunal ha tomado otras veces decisiones en sentido contrario.


Sin entrar a discutir a fondo la cuestión, sí me interesa subrayar un párrafo estremecedor de la sentencia: «Hasta la modificación de la jurisprudencia de febrero de 2006, esta práctica benefició a numerosas personas que, como la Sra. Del Río Prada, habían sido condenadas en virtud del Código Penal de 1973. La demandante podía por tanto esperar ser tratada de la misma manera. Dicho de otro modo, en el momento de la comisión de las infracciones así como en el momento de la adopción de la decisión de acumulación de penas por la Audiencia Nacional en el año 2000, el derecho español —incluida la práctica de los tribunales— era suficientemente preciso para permitir a la Sra. Del Río Prada conocer el alcance de la «pena» impuesta, es decir una duración máxima de 30 años de prisión, sobre la que debían aplicarse las redenciones de pena por trabajo». Esto es, si la expectativa de derecho conocida por la Sra. del Río para cometer sus «infracciones» (¡manda Trillos con el eufemismo!) era, en el momento de decidirse a cometerlas, la de esa lenición de las penas y, más aún, si hubiera sido ello parte del motivo de su decisión, se defraudaría su derecho a ser tratada de acuerdo con aquellos «cálculos». Sin más comentario.
               En todo caso, no debería olvidársenos que el motivo de que el TEDH pueda emitir esa sentencia tiene su entera responsabilidad en nuestro país: entre 1973 y 1995 el Parlamento español no ha sido capaz de modificar el Código Penal de aquel año, como, asimismo, ha sido incapaz de modificar los reglamentos que permitían la reducción de penas por motivos risibles, tales como el de realizar estudios que, en la práctica, no se realizaban. ¿La causa? Pues que para una parte importante de nuestra intelectualidad y de la izquierda en general no es de buen tono aumentar las penas, por razones que van, en el discurso, desde las filantrópicas hasta la de la responsabilidad genérica de la sociedad, pasando por la casi total irresponsabilidad del delincuente.
               En el ámbito público, en el de los partidos, las asociaciones de variada índole, los periódicos posicionados a uno de los dos lados de la trinchera, los etarras y paraetarras, las víctimas de violaciones o de crímenes bestiales, la sentencia ha provocado las reacciones esperables en nuestra sociedad: conformidad y hasta un punto de satisfacción en unos; disconformidad, irritación y asco en otros. Entre una parte de la derecha, y una menor de la izquierda, ha suscitado, además, la cuestión de la inacción del gobierno, o la de su cobardía o pasotismo; y en las manifestaciones derechistas más castizas se ha eructado con frecuencia la palabra «huevos», en las diversas fórmulas con que se expresa su ausencia, falta de desarrollo o retracción inguinal.
               Pero lo que a mí me interesa señalar han sido las reacciones de la gente de la calle, de aquellos cuya opinión, no siendo organizada, no se refleja en los medios: la vecina de portal, el cliente del quiosco, la de la cola de la carnicería, aquel con quien coincides en un ascensor, el vecero del bar… Ahí no ha habido distinción entre izquierdas y derechas. Con pocos matices, la irritación y la disconformidad son totales y la exigencia es de pena de muerte o cadena perpetua para los crímenes horrendos o los asesinos múltiples.
               Lo que se pone de manifiesto mediante esta disonancia es lo mismo que se ha evidenciado a lo largo de tantos años —entre 1973 y 1995— en que una parte de nuestra sociedad se negó a aumentar las penas o modificar los beneficios penitenciarios: para unas personas, la empatía emocional se encamina hacia las ideas abstractas y los conceptos: la ley, la humanidad, el criminal como víctima de la sociedad, la legalidad, e, incluso, una cierta repugnancia hacia el castigo y la punición concretos; para otras, la empatía emocional se proyecta en las víctimas y en el horror al acto criminal, y para ellas la condena y la prevención de la repetición del crimen son lo primordial. ¿Coincide ello, de forma generalizada, con las posiciones de izquierdas y derechas? Solo en las elites. La distinción es más bien vertical que horizontal (sigamos con los emblemas situacionales), y podríamos denominar a ambas posiciones como «la moral de los señoritos» y la «moral de la gente» (digo «gente», no «pueblo», que sería demagógico).
               Y es curioso, al respecto, observar además cómo, en las filas de la «moral de los señoritos», se produce la dialéctica razonadora que pudiéramos llamar «de escaqueo de caballo» o, con una metáfora lucasiana, «de salto al hiperespacio». Porque el cerno de su argumentación es que el objetivo fundamental de las penas y la cárcel es la reinserción del delincuente, y que por eso han de estar poco en ella. ¿Pero y cuando, como en estos casos de los afectados por la sentencia del TEDH, no hay atisbo de voluntad de reinserción? ¡Ah!, entonces acúdase al estricto cumplimiento del derecho y la legalidad favorable al reo. Ya verán ustedes como estos mismos posicionamientos se reiterarán cuando se proponga, si se propone, la cadena perpetua revisable. Se rechazará porque el objetivo de las penas es el de la reinserción y no el del castigo. ¿Y si no hay reinserción? Entonces, en su día, en la práctica, se producirá otra vez el salto al ciberespacio: cúmplanse derecho y legalidad favorables al reo para facilitar su reinserción, aunque esta no se haya producido.
               Moral de señoritos, moral de la gente.
    

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