Como utres a la carnada (Balvidares)
Las excavaciones arqueológicas de la estación veraniega suelen traernos magníficas sorpresas a los asturianos: sobre el paleolítico, sobre la edad del bronce, sobre el arte parietal, sobre nuestros primeros mineros, sobre los castros, sobre la ocupación romana. Y es lógico que cada excavación nos traiga sorpresas: acerca de nuestro pasado, como hombres o como asturianos, no sabemos apenas nada aún, más allá de cuatro indicios que permiten imaginar un panorama más o menos fabuloso, construir un relato enteramente provisional.
En ocasiones algunos hallazgos tienen un valor especial, porque proyectan luz no sobre el pretérito, sino sobre lo que hoy somos, o, por decirlo en términos más precisos, sobre el relato imaginario de quienes creemos ser y de quiénes queremos ser.
Desde ese punto de vista, la aparición de una moneda visigótica en el castillo de Gauzón (lugar, por cierto, donde la tradición supone recubierta de oro y piedras preciosas, por mandato de Alfonso III el Magno, la cruz que Pelayo, al decir de la leyenda, habría enarbolado en Covadonga) ha dado lugar a escenas sorprendentes y altamente significativas. Describámoslo: Pocos días antes del Día de Asturies (8 de septiembre) uno de los arqueólogos de la excavación, don Iván Muñiz, la consejera de Cultura, doña Ana González, el director general de Patrimonio Cultural, don Adolfo Rodríguez Asensio, y la alcaldesa de Castrillón, doña Ángela Vallina, concurren exultantes en rueda de prensa para dar cuenta del hallazgo: una moneda de oro, de 1,5 gramos de peso, del tamaño de unos diez céntimos de euro y con un pequeño agujero en ella, cuidadosamente labrado. En el anverso tiene un esquema de cabeza y pecho y la leyenda «Recaredux Rex»; y en el reverso, la ceca, Zaragoza. Este tipo de monedas no se utilizaban como dinero, sino que eran signos de prestigio y poder de su poseedor.
De ese hallazgo, deducen los concurrentes —con alguna mayor prudencia, quiero ver, don Adolfo— que queda demostrada la existencia de un poder visigodo en Asturies desde un primer momento y que esa visigotización sería intensa y continua, lo que conferiría a Pelayo y a la monarquía asturiana no el carácter de sucesos autónomos, llariegos, sino el de mera continuidad de la historia de España, de reserva episódica (¿y tal vez predestinada?) de ese trazo singular que, como en el viejo hispanismo menéndezpelayano, vendría ya de Séneca y constituiría un continuum invariable e identificable a lo largo de los siglos. Es ese reintegrar a Asturies al coitus ininterruptus de lo hispánico lo que provoca el entusiasmo («posesión divina» es su etimología) de políticos y técnicos. En palabras de don Iván Muñiz: «Además aporta un argumento imprescindible a uno de los principales y más controvertidos debates sobre el origen del Medievo en España y las raíces de la Reconquista. Esta discusión se refiere a la impronta de la presencia visigoda en Asturias durante la Antigüedad tardía y a la naturaleza de los reyes asturianos como herederos de los monarcas visigodos». Es decir, que ninguna importancia tiene el que, entre otras muchas cosas, Asturies haya detenido el avance del islam sobre Europa, siendo, así, pieza central en la construcción de nuestra identidad; que haya articulado a Occidente y la cristiandad con la invención de Santiago; que haya construido un arte único en el mundo, el «arte asturiano» que decía Xovellanos y al que se quita mérito llamándolo «prerrománico». Toda esa historia, toda esa singularidad, repito, ninguna importancia tendría para esas gentes, salvo si lo entendiésemos como una concurrencia ancilar a la historia de verdad, a la historia con mayúsculas, a la historia de España, entendida esta, además, de una determinada manera: piénsese, por ejemplo, en cuanta similitud existe entre este relato de Asturies como «España in nuce» y otros relatos similares de la reconstrucción española, así el urdido bajo la Restauración alfonsino-canovista.
Y es que nuestra élites, en general, tienen un problema: no se consideran nada si no se proyectan fuera de Asturies, en el gran río madrileño-españolista; escaso aprecio tienen a lo nuestro, siempre pequeño, sino es como escabel para los pies de lo grande, lo ajeno. De ese modo, los demás, lo de fuera, los conquistadores vendrían a civilizarnos a nosotros, a darnos entidad, a vaciarnos de nosotros para hacernos «algo», «fijosdalgo» de verdad, parte de la historia de verdad, de la economía de verdad, del mundo de verdad, de la cultura de verdad. He contado en alguna otra ocasión cómo esa mentalidad la ejemplifica perfectamente el comportamiento de la inteligentsia regional a propósito de una exposición organizada durante el gobierno de don Antonio Trevín: Ástures, pueblos bárbaros en la frontera del Imperio, se denominaba. En contraste, una muestra del mismo género en Cantabria llevaba por título el de Cántabros, el origen de un pueblo. Era la misma mentalidad que, ya nes aboquiaes del franquismo, hizo levantar en Xixón una estatua al invasor y sojuzgador César Augusto, en agradecimiento porque habría venido a librarnos de nosotros mismos, a «civilizarnos». ¿Causó ese simbolismo incomodidad alguna a los regnantes permanentes en Xixón de la democracia, PSOE e IU? Ninguna, y eso que la estatua al emperador vendría a ser —como ingeniosamente escribió Milio Rodríguez Cueto— igual que si los iraquíes levantasen en Bagdad una estatua a George Bush. (Por cierto, en Italia todavía recuerdan la explotación que de Augusto, sus emblemas y sus estatuas hizo el fascismo musoliniano.)
Las élites asturianas tienen un problema consigo mismas («fecisti nos ad te» —podrían decir, con san Agustín, mirando hacia Madrid— et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te), y nosotros tenemos un problema con ellas. ¿O acaso creen que todo esto no tiene que ver con nuestra incapacidad para publicitar nuestras bellezas, para organizar nuestra economía, para unirnos como colectividad, para defender nuestros intereses en el conjunto del estado? ¿Acaso no creen ustedes que parte de lo que nos pasa es que somos lo que nos pasa?
¡Ah!, por cierto. ¿Y si en vez de imaginar el castillo de Gauzón poblado por verdaderos españoles-visigodos, que habrían perdido ahí la moneda-amuleto-útero, fingimos otro relato? Por ejemplo, que le habían cortado la cabeza al jefe de los visigodos invasores o que, habiendo realizado una incursión en la meseta los astures, trajeron la moneda como trofeo. U otros muchos. Ya ven, ¡qué escasos pegollos para tan grandes hórreos!
Y es que nuestra élites, en general, tienen un problema: no se consideran nada si no se proyectan fuera de Asturies, en el gran río madrileño-españolista; escaso aprecio tienen a lo nuestro, siempre pequeño, sino es como escabel para los pies de lo grande, lo ajeno. De ese modo, los demás, lo de fuera, los conquistadores vendrían a civilizarnos a nosotros, a darnos entidad, a vaciarnos de nosotros para hacernos «algo», «fijosdalgo» de verdad, parte de la historia de verdad, de la economía de verdad, del mundo de verdad, de la cultura de verdad. He contado en alguna otra ocasión cómo esa mentalidad la ejemplifica perfectamente el comportamiento de la inteligentsia regional a propósito de una exposición organizada durante el gobierno de don Antonio Trevín: Ástures, pueblos bárbaros en la frontera del Imperio, se denominaba. En contraste, una muestra del mismo género en Cantabria llevaba por título el de Cántabros, el origen de un pueblo. Era la misma mentalidad que, ya nes aboquiaes del franquismo, hizo levantar en Xixón una estatua al invasor y sojuzgador César Augusto, en agradecimiento porque habría venido a librarnos de nosotros mismos, a «civilizarnos». ¿Causó ese simbolismo incomodidad alguna a los regnantes permanentes en Xixón de la democracia, PSOE e IU? Ninguna, y eso que la estatua al emperador vendría a ser —como ingeniosamente escribió Milio Rodríguez Cueto— igual que si los iraquíes levantasen en Bagdad una estatua a George Bush. (Por cierto, en Italia todavía recuerdan la explotación que de Augusto, sus emblemas y sus estatuas hizo el fascismo musoliniano.)
Las élites asturianas tienen un problema consigo mismas («fecisti nos ad te» —podrían decir, con san Agustín, mirando hacia Madrid— et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te), y nosotros tenemos un problema con ellas. ¿O acaso creen que todo esto no tiene que ver con nuestra incapacidad para publicitar nuestras bellezas, para organizar nuestra economía, para unirnos como colectividad, para defender nuestros intereses en el conjunto del estado? ¿Acaso no creen ustedes que parte de lo que nos pasa es que somos lo que nos pasa?
¡Ah!, por cierto. ¿Y si en vez de imaginar el castillo de Gauzón poblado por verdaderos españoles-visigodos, que habrían perdido ahí la moneda-amuleto-útero, fingimos otro relato? Por ejemplo, que le habían cortado la cabeza al jefe de los visigodos invasores o que, habiendo realizado una incursión en la meseta los astures, trajeron la moneda como trofeo. U otros muchos. Ya ven, ¡qué escasos pegollos para tan grandes hórreos!
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