Este fin de semana pasado se ha celebrado una reunión del PSOE, en que sus afiliados tratan de hallar un camino que los lleve al triunfo electoral. Los aspectos que fundamentalmente han abordado son dos, el programático y el organizativo. Mediante las propuestas al respecto tratan, ante todo, de dar respuesta a la profunda crisis de crédito que la organización tiene en la sociedad española.
Es posible que en los próximos años el partido socialista acierte con alguna fórmula más o menos atractiva que, unida al desgaste de su adversario, les lleve otra vez al poder, pero ello no evitará que prontamente y de forma inevitable vuelvan a desilusionar a su electorado.
El gran problema en que se encuentra el PSOE y gran parte de la izquierda europea no milenarista es que, a pesar de haber renunciado en teoría a los sueños del señorito ocioso de Karl Marx, mantienen en el fondo, como una premisa implícita pero evidente de su discurso, aquellas quimeras tan imposibles como destructivas a que inducían los postulados de don Carlos y su Iglesia. Dicho en términos específicos, el PSOE renunció al marxismo en 1979, pero en el fondo de su discurso y sus propuestas, en las apelaciones emocionales de sus líderes y, desde luego, en la amígdala de muchos de sus militantes y votantes siguen flotando aquellas premisas ideológicas (esto es, de discurso emotivo-programático) que constituyeron el ser de la izquierda europea durante décadas: que la realidad es domeñable por la voluntad; que las restricciones a la distribución económica y a la igualdad entre hombres no son un problema de límites del mundo, sino de la maldad de los poderosos, a los que es suficiente con desposeer para que la igualdad y la abundancia se produzcan; que los derechos que consisten en devengos económicos o de productos basta con
declararlos para que surjan de la nada los bienes que permitan retribuir con esos teóricos devengos; la incomprensión de que la realidad y el hombre son tan multiples, pluriformes y libres que el pretender hacerlos iguales o senderearlos únicamente puede alcanzarse mediante la dictadura y una pobreza igualitaria, etc. En una palabra, aun no se han enterado de que el muro de Berlín y el sistema socialista occidental no han caído por una conspiración de la CIA y del capitalismo, sino por su propia ruina interior; y de que los únicos relatos socialistas exitosos en la historia, si bien asimismo coyunturales, son dos relatos religiosos: la multiplicación de los panes y los peces y el regalo del maná durante cuarenta años al pueblo de Israel en su marcha por el desierto.
A estas premisas de tipo ensoñativo-mitificador, la izquierda española suma otro par de mitemas, el de la República, la ficción de una especie de Edad de Oro o Paraíso perdido, cuya mera recuperación nominal vendría a subsanar la mayoría de los males del presente, a la manera de aquella ensoñación de don Quijote a los cabreros, «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos…», y, con menor entusiasmo, el del federalismo, que, sobre su utilidad con respecto a sus grupos internos y de dar justificación a su definición programática, vendría a recordar vagamente otro estadio de felicidad anterior, el de la I República o República federal.
La cuestión es que cuando llega al poder, el PSOE solo puede hacer aquello que es posible hacer (no «aquello que le dejan», sino «aquello que la realidad hace posible»), y, a partir de ahí, comienza a traicionar las expectativas e ilusiones que, durante su tránsito por la oposición, alimentó e incentivó en los suyos; o, paralelamente, se mete en una devastadora rueda de gastos y de compromisos de gasto, como hizo el gobierno Zapatero, que acaban llevando el país al desastre, a sus votantes al paro y la pobreza y, finalmente, a estos últimos a la defección.
¿Qué sería bueno que todos los ciudadanos tuviesen asegurado un amplio «mínimo vital» garantizado? ¡Por supuesto! ¿Qué es buena, por ejemplo, en sus intenciones («progresista», dicen ellos) la Ley de dependencia? ¡Por supuesto! El problema es que cuando no hay dinero, cuando el país no produce «los derechos», esos derechos son como escritos en la niebla, y crean una nueva desigualdad y una nueva injusticia, aunque remedien parcialmente o temporalmente algunas. En la conferencia de este fin de semana se ha propuesto, por ejemplo, una especie de renta mínima de servicios: la de la luz, el agua, el gas (y se supone, el piso) para las familias empobrecidas. He ahí un magnífico nuevo instrumento de captación de voluntades. ¿Dónde se cargará su costo? He ahí una nueva fuente de problemas o de desengaños. Y, sobre todo, ¿cómo es posible que sueldos de entre ochocientos y mil euros estén pagando «los derechos» de quienes por diversas vías de lo que antes se llamaba beneficencia y ahora justicia acaban teniendo ingresos superiores a esos ochocientos o mil euros? ¿Nos apetecerá pensar también en aquellas personas? ¿Tendremos tiempo de mirar hacia lo que está ocurriendo en Europa?
Y, por otro lado, está tan preso el PSOE de su fabulación sobre la realidad y de aquellos a quienes ha llevado al lomo de esa fabulación que, cuando gobierna, le es imposible realizar algunas cosas que sabe que debería realizar. Un ejemplo de solo de hace una semana: el comisario Almunia ha alabado la reforma laboral del PP. ¿Sabía el gobierno Zapatero que había que hacerla? Sí. ¿Sabía que habría impedido con ella la destrucción de cientos de miles de puestos de trabajo? Sí. Pero sus propios mitos discursivos se lo impedían.
De modo que, hasta que la izquierda española no milenarista no pasé (o sufra) su Jordán, esa permanente contradicción entre la realidad y el deseo, ese engaño autoimpuesto, esa seducción con fecha de caducidad y su «llanto y su crujir de dientes» inevitable no cesarán.
El drama, por cierto, no es que en Icaria el Esteban Cabet de turno ejecute con los suyos el desastre programado, sino que somos el conjunto de los ciudadanos los que pagamos, como diría Caveda, «les llozaníes de la danza de Santiago».
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