El décimo aniversario de los asesinatos del 11-M del 2004 ha traído escasas novedades de importancia. Es cierto que las asociaciones de víctimas y familiares han celebrado la efeméride unidas por primera vez después de tanto tiempo. Es verdad, asimismo, que los inventores de la teoría de la conspiración no islamista se han retirado a una especie de limbo argumental donde se limitan a suspirar por “el autor intelectual del atentado”, paso previo a su silencio (ignoro si bochorno) definitivo. Pero no es menos cierto que, si ustedes han seguido con alguna atención las redes sociales y leído las entrañas de algunos discursos, aquella brutal saña con que una parte del país combatió a la otra en las horas posteriores al crimen y previas a las elecciones sigue viva, tal vez un poco amortiguada en su intensidad, pero viva. Escarben ustedes buscando cuántas personas, no pocos de entre los cuales gente de significación política, siguen señalando como «los culpables» del atentado a la gente del PP y, si no son de ellos, quedarán horrorizados. De modo que no es cierto que, como se sugirió, este décimo aniversario haya venido a suturar heridas del pasado, ni que, según se ha dicho, «el 11-M sacó lo peor de nosotros»: simplemente el atentado nos mostró tal cual somos; lo único que hizo fue eliminar algunos de los frenos que nos retienen en la vida diaria cuando nada nos excita especialmente. Naturalmente, cuando aquí se dice «nos» no se quiere decir que todos los ciudadanos, uno por uno, sean así, sino que muchos lo son y que esos muchos conforman grupos homogéneos muy importantes y decisivos en nuestra sociedad. Por otro lado, queda para la meditación del lector el estimar si esa ferocidad sectaria es un producto de nuestra guerra incivil —como decía Unamuno— o si ya arranca de más atrás, y si es esa realidad la que refleja el arraigado tema del cainismo en la literatura (Unamuno, Machado, por ejemplo) o la que se manifiesta en esas continuidades de nuestra historia en que se mezclan las banderías extremosas de religión y política con el nada inusual exterminio o silenciamiento del adversario, desde al menos los comienzos del XIX.
En otro orden de cosas, estos días la Fundación de Cajas de Ahorros (Funcas) acaba de anunciar que en este 2014 la economía crecerá al 1,2% y que se creerá empleo neto. Pues nadie más se alegra que nosotros, por el hecho en sí y porque viene su pronóstico a coincidir con el que en La Nueva España del 9/2/14 habíamos hecho: «Y como desde esa fecha [junio de 2012] llevo procurando trasladar a mis lectores los datos que nos señalan que las cosas van a mejor y negándome, aun con riesgo de errores, a engalanarme con el hábito de prestigio que conceden el escepticismo y el negativismo, voy a aventurar ahora que en el 2014 nuestro crecimiento estará más cerca del 1,5% que del 1% y que a partir del comienzo del segundo semestre se empezará a crear empleo». Y lo decíamos cuando las previsiones del gobierno, elevadas ya, andaban por el 0,7% y las de algunos organismos internacionales por el 0,3 %. Pues ojalá la realidad coincida con nuestro análisis.
Ha pasado casi inadvertida una encuesta de la Agencia de Derechos Humanos de la UE que señala que un tercio de las mujeres de la Unión Europea sufren agresiones de varones. Pero lo que llama la atención en ella muy poderosamente es que España es el país donde existe menor delincuencia de ese género, casi más de veinte puntos con respecto a la mayoría de los estados de Europa. Y que tras España se sitúan los países de religión mayoritaria católica y ortodoxa (Austria, Irlanda, Italia, Polonia, Portugal, Grecia). Es cierto que se puede suponer que es la «mística católica» la que obliga a la mujer a ser callada y no denunciar, lo que pondría en cuestión los datos. Del mismo modo, también se puede recelar que las condiciones económicas de esos países hacen que la mujer prefiera sufrir en silencio a correr el riesgo de perder su sustento; todo ello es verdad, pero en principio, si posible, es una mera elucubración. Lo único cierto, de momento, son los datos.
No me choca que esa encuesta no se haya aireado y aun celebrado en España, porque no siendo un dato negativo ¿a quién interesa? Y, sobre todo, a los grupos sociales que, sobre su papel positivo, viven de ejecutar esa solfa con sus vuvucelas en nada los beneficia. Pero sí me choca que la Iglesia no haya aprovechado la encuesta para hacer una campaña de propaganda sobre los beneficios de su influencia en la sociedad. Y, a propósito, de ser en sentido inverso lo que la encuesta constatase; de ser España el país de la UE con más agresiones machistas y los países católicos donde más se ejercitase esa violencia, ¿hasta qué empíreo no hubiesen llegado el clamor y la trompetería?
Concluyo con una más de esas muestras que cada poco les doy de la inepcia de la Administración y de la pininidad de los políticos. Recuerden: una subasta eléctrica donde los precios suben escandalosamente, la anulación de la subasta por el Gobierno, la invención de un nuevo sistema de fijación precios y de tarifación para los clientes que, según aseguró el ministro Soria, iba a entrar en funcionamiento en abril. Pues bien, quienes tuviesen un mínimo conocimiento del mundo sabían que eso era imposible, no solo por la inexistencia en la mayoría de los hogares de contadores que puedan facturar por tramos horarios, sino por la imposibilidad de las empresas para poder realizar la ingente tarea de nuevos contratos y la informatización de los mismos en ese tiempo. Todo ello, además, sin contar con la confusión en que van a caer miles de usuarios, sus vacilaciones y, a lo peor, la elección por ellos de fórmulas que les causarán problemas de servicio; pero todo este lío lo veremos dentro de unos meses.
Pues bien, menos de un cuatro semanas después, el ministro ha rectificado y la nueva facturación se retrasa a junio. ¿Creen ustedes que el ministro había inventado personalmente el nuevo modelo de facturación, complejísimo, por cierto? Pues no, hablaba por boca de ganso. Repetía lo que uno de tantos asesores, péritos o técnicos de la Administración había pergeñado. Porque, como tantas veces les he dicho, descargamos las culpas sobre los chivos expiatorios que de consuno y a plena satisfacción hemos establecido, los políticos, pero, como casi siempre ocurre en estos asuntos, es el daimon que sopla a la oreja quien dicta al hombre público sus eructemas. Eso sí, ni uno ni otro, ni daimon ni hombre público tienen idea de cómo es el mundo real.
Y así ocurre, que una y otra vez se legisla… con las témporas.
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