Una consideración previa para los menores de cincuenta años y los desmemoriados: Suárez no fue siempre la figura unánimemente alabada de estos dos últimos lustros. En su segundo mandato como presidente, fue vilipendiado, ninguneado, insultado por casi todo el mundo: el ejército, los medios de comunicación, sus rivales políticos y su mismo partido, donde todos querían ser califas en lugar del califa. La historia posterior no es solo la de una rectificación sobre la figura de Adolfo Suárez, sino la de la autoamnistía sobre la propia conducta por parte de muchos.
Suárez fue un león. El clásico «Audaces fortuna iuvat» podría haber sido el lema que, con toda propiedad, figurase en su blasón: en poco más de dos años, dirigió el desmontaje de la dictadura, puso en marcha la Constitución y las elecciones, legalizó los partidos políticos, impulsó la estabilización económica a través de los llamados Pactos de la Moncloa, buscó acuerdos para hacer posible lo que no lo parecía (enviando a José Mario Armero, por ejemplo, a pactar con Santiago Carrillo a través de Ceaucescu; entendiéndose con Tarradellas para la vuelta de éste), decretó una amnistía general para todos los delitos de raíz o pretensión política, contribuyó a normalizar la vida social (ya no la política) española. Es cierto que no lo hizo solo y que, en gran medida, su impulso provenía del Rey. Pero él fue quien dio la cara y quien puso en escena el libreto. Y ello con un valor, una audacia y un arrojo descomunales: entra la amenaza de golpe militar, de revolución social, de crisis económica gravísima, de asesinatos casi semanales de ETA y del GRAPO, secuestros políticos y crímenes ocasionales pero masivos del la extrema derecha. Quizás hay dos imágenes que simbolizan en grado extremo su valor y su arrojo, esa condición metafórica de león: la legalización por sorpresa del PCE el sábado santo de 1977 y la forma en que se mantuvo en pie en el Congreso cuando Tejero ordenó disparar (y, al parecer, su enfrentamiento con él cuando, en un cuarto del Parlamento, le puso la pistola en la sien).
Pero Suárez era al mismo tiempo legión. Él tuvo la oportunidad y la decisión de encarnar el pensamiento y anhelo de muchos españoles: el de la concordia, la reconciliación y el entendimiento. Para situar correctamente los hechos históricos, hay que retrotraerse unas cuantas décadas atrás, más atrás, incluso, de la década de los treinta. La república no fue una Arcadia edénica que después vino a destruir una manada de lobos malvados, como quiere hacer ver un relato que, hecho a partes iguales de ignorancia, mercantilismo y patología sectaria, se repite en discursos políticos, en medios de comunicación y en muchos centros de enseñanza. Básicamente, desde hacía tiempo atrás, había dos grupos de españoles dispuestos a excluir o eliminar al adversario de forma definitiva, atribuyéndose cada uno a sí mismo la virtud exclusiva de «ser» y representar la nación (en su forma de «patria» o en su forma de «pueblo»). Se enmarcaba ello a su vez en un clima europeo semejante, donde fascismos, comunismos y periferia de los mismos pretendía fundar «el hombre nuevo», «el nuevo estado», «el nuevo orden». Y ahí unos y otros contribuyeron a desatar la bestia. En palabras del supongo que nada sospechoso Rafael Fernández, yerno de Belarmino Tomás y presidente del Gobierno asturiano: «Pero, fundamentalmente, mi regreso se debió al convencimiento de que en el año 36 habíamos cometido muchos errores todos los españoles y que era necesario repararlos». «A mí la responsabilidad de lo que sucedió en el 36 siempre me mortificó». «En alguna ocasión dije que en este país nos teníamos que amnistiar unos a otros para que el futuro que habríamos de hacer en común fuera nítido, sin sombras». Y ese acuerdo de amnistía era el que guiaba la «Política de Reconciliación Nacional del PCE» desde 1956 y los esfuerzos de entendimiento entre tantos que habían sido enemigos mortales durante la guerra.
De modo que Suárez (tampoco el Rey) no era en esto un individuo singular, sino la encarnación particular de un deseo y una necesidad histórica buscada a lo largo de décadas y multiplicada en el momento y la ocasión de la llamada Transición. Su mérito no fue, pues, el de inventar el camino, sino el de de hacer realidad una aspiración (y repito, una necesidad colectiva); una manera de ejecutar aquella troquelación suya de «hacer normal en política lo que, a nivel de calle, es simplemente normal». Y hacerlo con decisión y valor, contra viento y marea, contra el golpismo, el crimen, la inercia y el «miedo al miedo». Como un león.
Y, a propósito de «león». Fue precisamente en su homónimo, en León, cabeza posterior del reino de Asturies, donde tuvo lugar en 1118, con el joven Alfonso IX, el primer brote de parlamentarismo o democracia parlamentaria. Y miren las vueltas y revueltas que el azar y las palabras dan provocándonos coyundas simbólicas: «Legio, ‘legión`», he ahí la etimología del topónimo leonés.
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