El episodio, hace tres semanas, de los llamados «mediadores internacionales» convocados por ETA ha sido, al final, uno de los actos más chuscos que se hayan dado en la vida española en los últimos tiempos. Si detrás de todo ello no hubiese casi mil muertos y miles de víctimas más la voluntad de la banda y su mundo de imponer a la sociedad vasca su execrable concepción del mundo, casi resultaría cómico.
Recuerden ustedes la sustancia del asunto: un grupo de extranjeros cuya ocupación principal es la de hacerse ver en el final de los conflictos armados se presenta en Bilbao con un recado de ETA, tras haberse anunciado con alharacas que traerían una gran noticia conducente a la paz definitiva. Su pequeño parto de los montes es un vídeo en el que dicen haber constatado que los terroristas han confinado un pequeño número de armas y que «han sellado» (¿qué realidad designa exactamente la palabra?) el depósito donde se hallan. Evidentemente, por muchas razones, y al margen de que nadie ha pedido la «mediación» (¿entre quiénes?) de estos individuos, la inanidad del recado hace ridícula la pomposidad con que lo transmiten.
Pero he aquí que en menos de una semana aquel acto ridículo da en lo grotesco: llamados a declarar ante la Audiencia Nacional, manifiestan que, en realidad, ellos no han comprobado nada; que unos de la banda (de quienes nada saben, ni siquiera si se trata de unos actores contratados para la ocasión) los han citado, han sacado una armas de una caja, las han puesto sobre una mesa, las han exhibido a ellas, a sí mismos y a los mediadores, les han dicho que las iban a sellar para siempre, han grabado la escena, han recogido las armas en la caja, la han cerrado con cello y se han ido.
¿Que es posible que mientan ante el juez de la Audiencia y que sepan quiénes son los etarras y dónde esconden las armas? Puede ser. Pero ello es igual: si escaso y discutible era el valor de su presencia y testimonio, de su «mediación», la declaración ante el tribunal los ha cubierto de oprobio, quitando para siempre cualquier valor a su presencia en este asunto.
Pero no es tanto ese episodio chusco el que me importa, sino otros: ciertas reacciones anteriores al anuncio de esta manifestación de ETA a través de los mediadores y el silencio posterior de quienes habían solemnizado lo que al final fue menos que un parto de los montes, un eructo de grillo, tal vez.
Si, al modo en que esas fotos nocturnas de larga exposición que congelan las luces traseras de los coches como una larga serpiente rojiza que señala su trayectoria, lográsemos hacer visible como un continuum las posturas de muchos individuos, partidos y comentaristas, veríamos cómo todos ellos han seguido a lo largo de décadas idéntico discurrir: la petición de diálogo con ETA para solucionar el problema de sus crímenes, primero, de su disolución, después; la negativa a tomar medidas policiales, penales o políticas sin contemplaciones en contra de la banda y su mundo, por temor «a empeorar el problema»; la alegría exultante cada vez que la banda hacía cualquier gesto en que prometía o parecía prometer algún tipo de contención o de voluntad de negociación, hasta llegar a aquella ignominia del 22 y 23 de marzo de 2006 en que en las Cortes y en Parlamento de Euskadi se llegó a celebrar con alborozo y públicamente (en algún sitio con un brindis) la declaración de un «alto el fuego permanente» de la banda, que luego no lo fue.
Y es que, una y otra vez, la impresión que de las actitudes y proclamas de esos individuos, partidos y comentaristas llenos de fe se desprende es la de que ETA concede un favor, realiza una concesión que debe agradecérsele; de que es ETA quien se abre al diálogo al que los demás somos incapaces de llegar. Y, sobre todo, lo que hacen es pasar por alto una cosa, la central en toda esta cuestión: que cada paso que ha dado ETA hacia el cese de la violencia o hacia la búsqueda de un escape para los suyos no se ha producido porque haya sido acometida por un súbito acceso de razón, de bondad, o de entendimiento del daño que para Euskadi y para muchas familias de Euskadi y de España estaba produciendo y ha producido, sino porque ha sido derrotada con aquellas medidas radicales de tipo penal, judicial y policial que ellos siempre rechazaban. Lo que, en sentido inverso, quiere decir que nunca se habría llegado a la situación actual de la banda si se hubiese actuado en la forma que ellos han predicado siempre.
De modo que el esperpento de los mediadores internacionales no solo ha puesto en ridículo a quienes ocupaban el escenario, sino a aquellos otros, entre bambalinas, de los que son su eco: aquellos que, a lo largo de décadas, han venido dejando sobre la carretera de la historia un rastro continuo de falta de entendimiento de la malignidad y crueldad de la realidad con que se enfrentaban (por incapacidad o por ausencia de voluntad); la estela de una disposición indesmayable e inasequible al desaliento para acoger con entusiasmo y validar cuantos guiños provenientes del mundo de ETA pareciesen ser susceptibles de promover un átomo de esperanza. De modo que unos han sido los oficiantes del rito y otros los sustentadores de esa fe que permite el rito. La fe, que como me permito recordar, es la capacidad de negar lo que vemos en virtud de lo que soñamos o deseamos.
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