«Oye», dijo
Rubalcaba, «sube al desván y mira a ver qué encontramos que nos pueda servir
para salir de esta». Y Elena Valenciano subió y bajo con ello. «Es lo único que
tenemos por ahí, este artefacto». Rubalcaba lo contempló con cierta duda, dio
una vuelta en torno a él, sopló para quitarle un poco de polvo y manifestó:
«Bueno a fin de cuentas nos ha funcionado desde el 2003 al 2010, ¿por qué no
iba a servirnos ahora con unos retoques?» Y ahí lo tiene ustedes otra vez, el
viejo artefacto federal. Es el mismo cuyo estandarte levantaron Maragall y
Zapatero en Santillana y llevaron en procesión seguidos de los pendones de
todas las federaciones del PSOE, unos de cuyos más conspicuos portaestandartes
fueron don Javier Fernández y la tropa socialista asturiana.
A comienzos de
siglo el artefacto tenía una cuádruple misión: arrebatar la hegemonía a los
nacionalistas en Cataluña; solucionar el problema catalán, si no
definitivamente al menos «para veinticinco años»; contentar al PSC y hacer
menos conflictiva su relación con la casa madre; marginar al PP o, al menos,
hacerlo aparecer como la derecha torva e incapaz de dialogar. Hoy la finalidad
del ingenio ha quedado reducida a la de contentar al PSC y la de distinguirse
del PP invistiéndolo de idéntico sambenito. En cuanto a los otros previstos
frutos de la pócima mágica, de un lado, ya ven cómo anda de «solucionada» la
cuestión catalana; de otro, el PSOE ha pasado de 1183000 votos y 53 diputados a
524.000 votos y 20 diputados. ¡Menudo bálsamo de Fierabrás para ellos mismos!
Aunque es cierto que lo comido y lo bailado que se lo quiten a los que lo
comieron y lo bailaron mientras el artefacto les permitió gozar del poder en
cama redonda.
Pero
supongamos que el propósito del PSOE es serio y que creen de verdad en el
artilugio. ¿Qué es para ellos un estado federal? Porque estados federales los
hay de muchos tipos y, en todo caso, España es ya un estado federal. ¿Cuál es
el que ellos preconizan? Lo ignoran ustedes tanto como ellos. Porque para estos
chicos el único contenido de la palabra es el propio significante. «Lindo es
palabra que se significa a sí misma», decía el poeta Fernando de Herrera. Pues
igual para ellos. Y como «federal» es palabra euforizante, pues ¡adelante!
Pero vayamos
más allá. Supongamos que se realizase la propuesta que, en su caso, los chicos
socialistas pergeñasen. ¿Arreglaría eso algún problema? Para que existan
acuerdos, más allá de la palabra euforizante de «diálogo», es necesario que
ambas partes estén dispuestas a llegar a un punto común. ¿Creen ustedes que CiU
y ERC estarían dispuestos a llegar a convenio alguno que no incluyese el
derecho a la independencia, que el PSOE dice que de ninguna manera está entre
las materias negociables? Y aun si CiU estuviese en su fuero interno dispuesta
a esa renuncia, ¿podría hacerlo sin ser devorada electoralmente por ERC, con lo
que se estaría en igual situación?
Y ahora vengan
ustedes al conjunto de España. ¿Qué sería del partido de ámbito estatal que
aceptase una solución de ese tipo para Cataluña, la del derecho a la
independencia? Más allá: si para el PSOE sería un desastre relativo, para el PP
sería una hecatombe absoluta. De modo que tampoco por aquí son posibles las
cosas. Y, desde otro punto de vista, en la hipótesis marciana de que la nueva
constitución (de obligado acuerdo entre PP y PSOE y los partidos CiU y ERC)
incluyese ese derecho, ¿no debería incluirlo asimismo —por la fuerza de los
hechos— para Euskadi? Y, en ese caso, no debería incluirlo, por un mínimo
decoro democrático, para todas las «nacionalidades y regiones». Párense un
segundo y piénsenlo. ¿Recorre su espinazo algún escalofrío?
Figurémonos
ahora que el artefacto incluyese alguna fórmula distinta de la actual para la
permanencia de Cataluña en España, que los catalanistas aceptasen y que,
además, se les concediese una financiación a la carta que les permitiese
aportar menos dinero al conjunto (en la línea precisamente que la procesión del
estandarte y los pendones acabó entronizando en el Estatut de Mas y Zapatero, y
que el Constitucional acabó anulando), lo que muchos piensan que es, en el
fondo, lo único que quieren los catalanistas. En mi opinión creo que es una
ingenuidad abismática pensar que en estos momentos la mera cuestión económica
solucionaría el conflicto. Pero démoslo por bueno. Concedamos que los catalanes
quedarían satisfechos con un arreglo pecuniario que reforzase en los demás la
condición de ciudadanos de segunda —como ya lo somos con respecto a vascos y
navarros—, con peores servicios, con peores comunicaciones, con menos
dotaciones sociales y sanitarias.
Cuando lo
llamasen a votar ese nuevo texto constitucional engendrado mediante el
artefacto socialista, ¿usted qué votaría? Yo, desde luego, votaría que no,
rotundamente que no. Pues no faltaría más que eso: devenir en bardaje (que es
palabra que, como todo el mundo sabe, viene del pelvi «bardag, ‘cautivo’»)
voluntario, y encima «a jornal de mi pena y mi cuidado», en palabras de don
Francisco de Quevedo.
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