El casu d'Ángel Garrido, el cabezaleru del PP de Madrid qu'acaba de pasar de güelpe a Ciudadanos vien exemplificar, una vegada más, lo que yo decía nel mio artículu "Los partidos, ante todo empresas", qu'asoleyé en La Nueva España del 09/04/19:
PARTIDOS: ANTE TODO, EMPRESAS
No suele señalarse, pero
la ocupación fundamental de los partidos es su propia conservación, lo que,
traducido en términos concretos, significa la conservación de los empleos de
sus “trabajadores” y dirigentes. En ese sentido no son distintos de cualquier
negocio o empresa. Es cierto, que, sobre esa ocupación, dirigen su actividad
hacia otros quehaceres que tienen que ver con el gobierno del Estado, las
comunidades o los ayuntamientos; a la satisfacción de las necesidades de los
individuos, al regimiento de la vida colectiva, etc. Lo ha roborado
recientemente, seguramente sin pensar lo que decía, el alcalde socialista de
Valladolid, Óscar Puente, al censurar la marcha de la diputada Soraya Rodríguez
de su partido: “Se va porque se le ha acabado la posibilidad de vivir de la
política dentro del PSOE y lo que quiere es vivir de la política en otro
sitios”. Lo que, sensu contrario, quiere decir que lo que hacen todos en
política es, fundamentalmente, vivir de ella.
Ahora bien, los
beneficios que se derivan de los resultados electorales en términos de empleo,
sean cuales sean, son siempre escasos, insuficientes. De modo que el que
consigue la jefatura de la empresa se queda con la totalidad o la mayor parte
del botín, que reparte entre los suyos: con quienes lo han ayudado a hacerse
con la dirección de la nave y con quienes calcula que lo van a ayudar a
mantenerse en ella. Miren ustedes alrededor y lo verán, aquí y en Madrid, es
decir, en toda España: los casadistas desplazan a los marianistas, los
sanchistas a los susanistas, los barbonistas a los javieristas, los
errejonistas a los iglesistas, estos a los espinaristas, los garzonistas a los
que no lo son…
Externamente, ante el
público y el electorado, las remociones y trueques en las listas electorales
que todo ello conlleva se presentan como una “renovación”, una palabra de
connotaciones emocionales positivas, cuyo contenido, al margen de los cambios
en la nómina, se desconoce habitualmente o es sumamente confuso. En todo caso,
lo que indica es que los partidos están seguros de que han fallado en algo o en
mucho a sus electores potenciales y que han de ofrecerles un nuevo estímulo
para que vuelvan a acudir a los apostales donde se los espera.
En esa búsqueda de
nuevos estímulos provocados generalmente por los incumplimientos (luego
hablaremos de ellos), las formaciones políticas se lanzan a fichar a nuevos
candidatos, a candidatos que “no sean políticos” o poco marcados como tales, a
políticos incontaminados. Algunos: el señor Barbón ficha a doña Celia
Fernández, Ciudadanos a don Juan Vázquez, Sánchez a Pepu Hernández, Casado al
padre de Mariluz Cortés, Rivera a Marcos de Quinto… y un sinfín de nombres que
ustedes pueden seguir por toda la Península.
Esos incumplimientos con
respecto a las promesas electorales o de gobierno no se deben solo a la mala
voluntad, la inexperiencia o la inutilidad, que también, sino a una regla
inherente al proceso democrático: quien quiera ser votado deberá decir a sus
electores potenciales aquello que estos quieren escuchar y demanden, sea ello
posible, inconveniente o responda a expectativas imposibles de cumplir. Y a tal
fin, ha de dar por buenos esos requerimientos, ya mienta, exagere o, como suele
suceder, crea a medias en su impostura o exageración. Quienes no lo hagan, ¡vae
victis!
Y es que eso que
eufemísticamente podemos llamar “opinión pública” se mueve, como dolidamente
recordaba Xovellanos cuando los individuos de la Junta Central se vieron
vilipendiados y perseguidos por “el pueblo”, se mueve, digo, con ese proceder
con que Guicciardini define al común de la gente: “inclinada a esperar más que
lo que se debe, a tolerar menos de lo que es necesario y a estar siempre
disconformes con las cosas del presente”. Lo que, en términos de la democracia
del voto, se traduce en la irresponsabilidad del votante: el vota lo que le
apetece y ahí va y que te preste, sean las que sean las relaciones de lo votado
con la realidad o las consecuencias del voto.
Por otra parte, el
control del acceso a los beneficios del cargo, su entrega a unos y su exclusión
de otros, la entrada de nuevos beneficiarios que no han pasado la vida dentro
de la organización defendiéndola, cotizando, haciendo proselitismo, provoca
terremotos en el interior de los partidos políticos, fundamentalmente entre el
grupo de los que tienen aspiraciones al mando o al puesto. “¿Qué ley, justicia
o razón, negar a los hombres sabe, privilegio tan suave, excepción tan
principal…?” podrían decir con el Segismundo de La vida es sueño los excluidos. Y ahí las reacciones son diversas,
según las personas, según las organizaciones. En general, la gente de
izquierdas, y muy especialmente la del PSOE, suele aguantar más las vagamares
dentro de su organización, lo que yo creo que no se debe solo al catecismo que
profesan sus militantes o votantes, sus creencias o ideología, sino también a
profundos elementos emocionales de la personalidad. En la derecha, el
desistimiento de la organización suele ser más rápido, fulminante a veces. Y
con frecuencia se produce un trasiego de cambios entre formaciones, de
alternancias reiteradas entre “ahora me voy” y “ahora me vengo”, “en el camino
no me detengo”, que uno no puede por menos que agradecer la ocasión que le dan
para la sonrisa y aun para la carcajada.
Pero de eso, del
culierrabundismo y de los culierrabundantes, mejor hablamos otro día.