Realizar
reformas en el sistema electoral es actualmente uno de los tópicos sociales más
habituales y que se realiza con unción extremada, como si ello fuese el
universal bálsamo de fierabrás de nuestra sociedad. Yo siempre he sido muy
escéptico con todo ello, porque creo que nuestros problemas están en otra parte
y porque, en general, muchas de las cuestiones que se proponen no tienen
efectividad en ningún sitio del mundo, o no la tienen, practicándolas ya, entre
nosotros o, finalmente, la tienen en un sistema sociomental que ni es el
nuestro ni nosotros aceptaríamos.
Detengámonos,
por ejemplo, en la propuesta de circunscripciones uninominales, que, en teoría,
incentivarían la independencia de los elegidos frente a los partidos, ora se presentasen
fuera de unas siglas, ora dentro de estas. Pongamos ya no un distrito electoral
de 100.000 habitantes, el necesario para un escaño al Congreso de los diputados,
sino uno pequeño, en una ciudad mediana, de 10.000. Es claro que, fuera de las
listas de los partidos, para darse a conocer y sostener una cierta maquinaria
electoral, no cabría más que la concurrencia de millonarios o de aquellos a los
que apoyasen concretos intereses económicos o empresariales. En el primer caso,
estaríamos ante una democracia censitaria de origen, en el segundo ante una
especie de representante popular con mandato imperativo oculto. Y si fuesen los
partidos los que designasen, apoyasen y financiasen a los candidatos de
distritos uninominales, ¿no sería ello lo mismo? ¿Mejora todo eso la
democracia? A mi juicio la empeora, en algún caso muy notablemente.
La reciente
propuesta de la Ley electoral asturiana, suscrita por PSOE, IU y UPyD nos
permite realizar algunas otras reflexiones. Reparemos en primer lugar en una:
la imposición de que los partidos realicen elecciones primarias (no las hacen
en casi ningún país democrático, pero eso no importa: la jaculatoria se ha
impuesto y pobre del que no la recite con gesto pío). Es ello una muestra más
de la permanente vocación arbitrista y paradictatorial de nuestras élites, como
la obligación de las listas paritarias según sexo. En primer lugar, consiste
ello en entrometerse en la organización interna de los partidos y en la libre
decisión de sus afiliados. Pero, sobre todo, supone el reconocimiento de que el
discurso no tiene nada que ver con la realidad. ¿Que los ciudadanos desean de
verdad primarias en los partidos o listas paritarias? Castigarán a quienes no
las tengan. Pero como ello no es así, aquí estamos nosotros para imponer la
voluntad (ni manifestada ni esperable) del pueblo.
Novedad
también las listas abiertas. ¿Sirve ello para algo? Solo para retrasar el
escrutinio, provocar el malhumor en las mesas electorales, y aumentar los
recursos judiciales. Porque, por lo demás, la gente vota globalmente a su
iglesia (permanente), o a su opción, ilusión o pozo del malhumor contra su
antigua querencia (coyunturales), como ocurre aquí y en el resto del mundo. Ya
que el voto «por objetivos finos» requeriría más atención y tiempo dedicados a
la política real (no al malhumor contra los políticos) del que realmente
estamos dispuestos a dedicar ninguno de nosotros. Háganse una pregunta: ¿A
cuántos ministros —solo nombre, foto y cartera— del Gobierno del Estado conocen
los ciudadanos? ¿A cuántos diputados asturianos —solo nombre y partido? ¿A
cuántos concejales de su pueblo —solo nombre? ¿Creen ustedes que con ese bagaje
informativo la libertad de elegir, marcando o tachando significa mucho? Es más,
puede que lleve ventaja el cebollón que nunca hace nada —y sea, por tanto,
desconocido—, sobre el activo, que siempre suscitará rencores o envidias.
Un
par de últimas consideraciones. Es sabido que la ley electoral asturiana
vigente premia a los partidos mayoritarios por tres vías. La primera, común a
España, es la ley d’Hondt o del reparto del voto efectivo; la segunda mediante
la «ficción» de tres circunscripciones, que, prácticamente, aseguran más de
cinco escaños, elección tras elección, a cada uno de los dos habituales
partidos mayoritarios.
Pues bien, la
propuesta del tripartito asturiano (el mismo, por cierto, que, en lo que les
cabe, les sube a ustedes los impuestos en los presupuestos) aminora en alguna
medida los efectos de la ley d’Hondt y de las tres circunscripciones,
estableciendo un pequeño número de restos que se computarán, por así decir, en
circunscripción única.
Pero
permítanme decirles, antes de seguir, que la ley d’Hondt, tan denostada, no es
una ley mala en sí: atribuye una pequeña y razonable prima a los partidos
mayoritarios, a fin de poder formar gobiernos. La ley asturiana sigue esa línea
y la lleva al extremo. Pues no habría problemas si esta sociedad tuviese
voluntad de acuerdo y cultura de pactos, pero eso ni existe ni ha existido (ya
Cánovas señalaba que «aquí todo el mundo prefiere su secta a su patria»). Y no
es solo que los partidos se nieguen a llegar a acuerdos, es que la sociedad se
lo impide. Porque todo el mundo pide diálogo y consenso a las organizaciones
políticas, pero lo que en realidad se desea es que los demás se plieguen a los
designios de la secta y discurso propios. Cuando se pacta, eso se castiga casi
siempre. Si es un partido pequeño quien lo hace, se le castiga duramente. Hagan
ustedes un repaso a la historia lejana y reciente y lo comprobarán.
No se me
olvida la tercera de las razones. No es la ley d’Hondt la que tiene efectos
perversos sobre la representación y el voto, sino el tamaño de los distritos
electorales y los umbrales de entrada en el cómputo para los escaños (otra vez,
una especie de democracia censitaria). El umbral del 5% o del 3% necesario para
que a un partido se le cuente entre el número de «agraciados», hace inútiles
los votos de muchos ciudadanos y, sobre todo, disuade de forma casi absoluta de
votarlos para «no tirar la papeleta». Y, sin embargo, por ahí muchos ciudadanos
se quedan sin opción de representación y la sociedad pierde la posibilidad de
otras voces y otras ideas. ¿Eliminan IU y UPyD ese umbral del 3% para aumentar
la democracia, anhelo que dicen desear tan fervientemente? ¡Naturalmente que
no! Se trata de su negocio. Esto es, «más democracia pero para mí». ¿O acaso
piensan que están locos?
Por cierto, y
es lítote, no he oído muchas veces hablar de esto a los esforzados paladines de
las reformas electorales.
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