No
cabe duda de que doña Susana Díaz, la nueva presidente de la Junta de Andalucía,
es una figura muy notable, llamativa. La he oído en una entrevista radiofónica
y, aparte la claridad de su sintaxis y su dicción, se ha mostrado como una
persona que responde derechamente aquello que quiere o le interesa y
elusivamente aquello que no (igual que todos nosotros); cortés, educada, amable
(como todos los buenos políticos y al igual que las personas civilizadas).
(Al
respecto, permítanme un paréntesis personal. Procuro portarme siempre en
sociedad de una forma educada, servicial y amable; no es infrecuente entonces
que algunas personas me digan «¡cómo se nota que yes políticu!». Lo deprimente
de esos juicios, déjenme señalarlo, no es que se nos tenga a quienes estamos en
la cosa pública por ladinos y fingidores, sino lo que implica sobre el concepto
que quienes los emiten tienen de sí mismos y acerca de cómo han de ser o son
los comportamientos sociales.)
Pero
doña Susana no ha despertado la atención pública por esas sus virtudes
personales, sino por proceder de forma poco habitual en las relaciones internas
de las organizaciones políticas: discrepando de forma pública y notoria de las
líneas de actuación de su partido en los últimos tiempos. Lo ha hecho, además,
frente a los dos máximos responsables de esas ideas y actuaciones con las que
discrepa, ante Pérez Rubalcaba y Pere Navarro. Se ha opuesto al eufemístico
«derecho a decidir» y a la financiación privilegiada (llamemos las cosas por su
nombre) para Cataluña que defienden tanto Pere Navarro como el doctor en
químicas; este, es cierto, al modo schrödingeriano de «ni si, ni no, sino todo
lo contrario». Del mismo modo ha criticado el Estatut actual catalán, su
tramitación y avatares posteriores, todo ello fruto de la decisión de
septiembre de 2003 en Santillana de la totalidad del PSOE —aprendiz-de-brujo
Zapatero ya a la cabeza—.
Se
podrá pensar o maliciar que doña Susana tiene en todo esto motivos de interés,
dada su forma de llegar a la presidencia, la galerna desatada con la
investigación de la juez Alaya, el desastre económico de su comunidad, las
amenazas sobre el voto socialista. Es cierto, todo eso ha de pesar en su
conducta, y doña Susana, además, no habría llegado adonde llegó si no tuviese
las virtudes de capacidad, habilidad, perseverancia, egoísmo y astucia que
necesita el triunfador en cualquier campo (no únicamente el político). Pero
ello no empece para reconocer lo extraordinario de su conducta.
En
alguna medida, con esa actitud doña Susana retoma el hilo fundamental del
discurso histórico del PSOE, un partido sólidamente centralista y escasamente
federalista, pese a sus proclamas, salvo en Cataluña —y ello por la composición
del PSC en los momentos iniciales de la transición— y, ligeramente, en Valencia
y Las Baleares. Es esa también la trayectoria del PSOE asturiano.
Ahora
bien, doña Susana, al igual que don Javier Fernández y el PSOE asturiano,
tienen un punto de debilidad para ser creíbles en sus postulados. Todos ellos
han apoyado, aplaudido, votado, jaleado la línea de actuación que arranca en
Santillana-2003, que pasa por el Estatut de Barroso-Mas-Zapatero-Maragall (con
sus episodios cómicos variados), la procesión contra el Constitucional de
Montilla y, hasta ahora, las «ideas» de Pere Navarro y el apoyo hamletesco de
Pérez Rubalcaba y el Comité Federal a todo ello. ¿Creíbles, por tanto, doña
Susana y don Javier en lo que ahora dicen? ¡Hombre! ¡Aún si los viésemos como
Enrique IV a las puertas de Canosa, vestidos de saco y cubiertos de ceniza!
Doña Susana ha tenido, además,
otra virtud con un semidesplante suyo. Ha contribuido a que don Alfredo nos
haya hecho ver como casi diáfano uno de los mayores misterios de la teología
cristiana. Recuerden ustedes que doña Susana, en su reciente visita a don
Mariano Rajoy, pasó antes a ver a don Alfredo, su jefe. Y a este le manifestó
que iba a proponer al jefe del Ejecutivo un gran pacto entre PP y PSOE contra
la corrupción. Tendrán presnete ustedes que, sin embargo, el señor Rubalcaba
manifestó que no hablarían de ese tema con el PP mientras este no (¿se
suicidase?, ¿confesase sus pecados en hábito de penitente?, ¿se encerrase el
mismo en la prisión y arrojase la llave de la misma al foso de los cocodrilos?)
con respecto al «caso Bárcenas». Preguntado el jefe del PSOE si no había
contradicción entre la propuesta de doña Susana, de gran pacto institucional, y
la del PSOE, de «contigo ni agua», manifestó que no, con las délficas palabras
de: «Una cosa es el ámbito partidario y otro el institucional, que tenemos que
distinguir muy claramente. Que la Junta diga que hay temas de corrupción que
afectan al trabajo de gobiernos autonómicos es un ejercicio de responsabilidad
institucional, otra cosa es lo que haga el PSOE en las Cortes, que me
corresponde a mí». Esto es, que doña Susana proponga a Mariano Rajoy un pacto
entre los dos partidos no es un tema general ni de partido, es «institucional»
y particular; que el PSOE se niegue a tratar en el Parlamento las leyes en
tramitación contra la corrupción no es una cuestión institucional, sino
particular y partidaria. De modo que el PSOE cuando es el PSOE no es el PSOE y
las instituciones cuando son instituciones no son instituciones.
De esta forma,
don Alfredo nos ha hecho ver que el misterio de la Santísima Trinidad, que nos
parecía tan inextricable, no es más que una bagatela, una caxigalina, una
adivinanza infantil en comparación con las varias manifestaciones corpóreas y
distintas de un solo PSOE verdadero de que el señor Rubalcaba hace alarde.
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