El 22/08/2004 asoleyaba yo esti artículu en La Nueva España, onde ponía de relieve lo que taba caminando en Cataluña, la discriminación qu'ello suponía al respective d'Asturies y cómo los socialistes agabitaben y afalaben esa discriminación.
QUIÉN TIENE LA SARTÉN POR EL MANGO (A
PROPÓSITO DE LAS REFORMAS ESTATUTARIAS)
Asistimos estos meses en toda España
a discusiones sobre el derecho de cada comunidad autónoma a ser llamada
“nacionalidad”, “comunidad histórica” u otros términos semejantes, en relación
con las futuras reformas estatutarias que PSOE y otros partidos impulsan.
Dichas discusiones son, a veces, eruditas; apasionadas, en muchas ocasiones;
absolutamente ingenuas, casi siempre. Porque lo que está en discusión no es si
Pelayo es anterior a Wifredo el Velloso o si el Reino de Asturies es “más” que
el Condado de Cataluña, en relación a derechos de origen. Todo eso es
absolutamente indiferente y solo desde la más absoluta inocencia (o mala
conciencia) se puede pensar que es ese el fondo de la cuestión.
Desde 1980, una parte importante de
las organizaciones políticas catalanas y vascas vienen manifestando su
desacuerdo con la actual estructura del Estado y requiriendo un estatus
diferente: parte de ellos, los independentistas, quieren dejar de ser
españoles; otra, los arreblagantes, desean estar con un pie dentro y
otro fuera, y por eso demandan un estatuto diferente que los coloque
definitivamente en esa situación, pero, en todo caso, “por encima” del resto de
las autonomías (o nacionalidades, al gusto del lector). Existen, asimismo,
otros partidos y comunidades —aquí no citadas— donde se tienen pretensiones
semejantes; pero su voluntad es irrelevante. Lo que hace relevante la voluntad
de vascos y catalanes es que: a) una parte de su sociedad así lo demanda y ello
se traduce en el voto a partidos o facciones de partidos que vehiculan esa
demanda y la convierten en el eje de su política, b) los votos de esos partidos
en Madrid gozan de coyunturas oportunas para condicionar el Gobierno central.
Esto es lo que ha venido ocurriendo en el caso de Cataluña (primero con CiU,
ahora con la facción maragalliana del PSOE). En el caso de Euskadi su capacidad
de presión proviene de fuentes distintas: de la presencia del crimen como
sustrato importante de la actividad política; de la ocupación de la sociedad
por el PNV, que se ha convertido en el PRI vasco, y su permanencia en el
gobierno desde la desaparición de la dictadura.
De modo que lo que realmente está en
discusión hoy no es quién ha sido en el pasado, sino quién es en el presente y,
por tanto, quién tiene la capacidad de decidir cómo va a ser en el futuro. Es
decir, quién tiene la sartén por el mango (o, en términos más explícitos y
vulgares, quién tiene agarrado al que manda por sus partes sensibles). Lo que
opinen los que no tienen esa capacidad de presión o lo que hayan sido sus
respectivas historias es, al efecto, absolutamente evanescente.
Si la discusión de los términos
“nacionalidad” y “región” tiene, con respecto a la materia, alguna importancia
es porque el artículo 2º de la Constitución cita esos dos vocablos, sin
especificar qué comunidades son unas u otras y cuáles son los contenidos reales
(financieros, políticos) de esa distinción. Una reforma estatutaria “arreblagante”
y discriminatoria podría basar en ese texto, aunque fuese trayendo las razones
por los pelos, su justificación, sin necesidad —subrayémoslo— de modificar la
Constitución. De ahí que, en el caso de Cataluña y el PSOE, las palabras sean
vitales: permitirían modificar sustancialmente la Constitución y establecer
diferencias entre ciudadanos, sin que lo pareciese. El caso de Euskadi es
diferente: en lo jurídico tendría su base, para un episodio arreblagante,
en la disposición adicional primera de la Constitución, mientras que, en lo
político, entre otras cosas, no necesita tener “miramientos” con ninguna
organización de ámbito estatal.
En todo este proceso de discusión,
el papel del PSOE y del PP en Asturies es realmente ejemplar. Ambos son
partidos centralistas (constitutiva y visceralmente centralistas), han apoyado
siempre las reformas tendentes a reducir la autonomía asturiana y han votado en
contra de cualquier pretensión diferenciadora (por ejemplo, en la reforma de
1998, han votado en contra de la propuesta del PAS de que Asturies fuese
denominada “nacionalidad” o de que pudiera convocar elecciones cuando
quisiese). En el caso del PSOE, además, ha apoyado siempre las pretensiones arreblagantes
de Maragall y ha suscrito la Declaración de Santillana —que para eso fue
redactada—. Que a unos, ahora, al PP, les haya entrado un virus pelayista, y
que otros, el PSOE, pongan cara de dignidad y digan que no admitirán estatutos
con diferencias, es, por una parte, hilarante y, por otra, una absoluta mentira
y una burla sangrante: eso es lo que han venido, hasta hoy, abonando,
propiciando y sosteniendo.
Pero es que, sobre todo, ellos saben
de sobra, como perrinos fieles que son de sus respectivos dueños, que cuando su
señor se lo mande, pasarán por donde tengan que pasar y se conformarán con las
sobras de la comida que el amo tenga a bien echarles. Y eso, el fingimiento de
su capacidad para ser algo más que lo que les dejen ser, es la mayor mentira
que, desde siempre, y especialmente en este tema, vienen contando a los asturianos.
De modo que los asturianos, en esti
marabayu de reformas estatutarias y constitucionales, tendremos no el
reflejo de lo que ha sido nuestra historia en el pasado ni la imagen de lo que
somos o creemos ser en el presente, sino lo que, en el conjunto de la política
española, representa el saldo de lo que hemos querido valer hasta ahora con
nuestros votos: nada.
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