PASMOS


Mi confesor y mi psicólogo me han ordenado, de común acuerdo, una terapia, digamos, valdeslealiana. Una combinación entre el contemptus mundi y la contemplación de la sociedad bajo la especie de la mirada de una pintura de El Bosco. Parte de ese ejercicio consiste en la obligación de ver y oír, especialmente ver, las tertulias políticas. Creen que una serie de choques o pasmos de ese tipo contribuirán a mi curación.

Me siento ante la televisión. Uno de los intelectuales presentes, de corbata roja, proclama que la crisis es relativa, que ni banqueros, ni especuladores, ni grandes capitalistas, ni la Iglesia han padecido la crisis, sino que, incluso, han ganado con ella. Tras decirlo, una sonrisita de triunfo asoma en sus labios, una chispa de malicia brilla en sus ojos, un gesto corporal de «ya lo he dicho, está hecho» relaja sus hombros y pecho.

A mi lado, en el sofá, comiendo palomitas y con el pico de la montera torcido hacia un lado, se manifiesta mi trasgu particular, Abrilgüeyu. Da un aplauso desganado y me guiña el ojo. «Bueno, una actuación regular.» —me dice— «Necesitaba haber subrayado el discurso con el puño en alto cerrado y un “UHP” reiterado, dos veces al menos.» «Así, queda bastante flojo.»

—Lo de «tenemos dinero para salvar a los bancos, pero no a las personas» —prosigue— es muy bueno, efectivo. Aunque, ciertamente, oculta por completo la verdad. De salvar a alguien, a quienes habéis salvado es a la gente de IU, del PSOE, de UGT, de CCOO, del PP, de CiU, entre otros. Porque, en realidad, son ellos y los gestores designados por ellos los que han llevado a las cajas a la ruina. Los bancos, las entidades financieras privadas, con excepciones menores, no han necesitado dinero público. Pero, en fin, así disimulamos y nos metemos con esos entes abstractos y malvados que son bancos y banqueros, que, ¡oh milagro!, son todos menos los nuestros.

Abrilgüeyu despliega el periódico y, a propósito del impuesto asturiano a los bancos y del recurso contra el mismo del Gobierno central, me señala las palabras del consejero de la Presidencia, don Guillermo Martínez, «El Gobierno central evidencia que su prioridad es la defensa de los intereses de la banca y no los de los ciudadanos.»

—¿Ves qué inteligentes son? —me dice—. El impuesto a la banca no es, evidentemente, a los banqueros, sino a los ciudadanos. Y, además, y al margen de la razón que asista al Principado, ya sabían que los 30 millones de recaudación previstos por ese impuesto eran una pura entelequia. Así que, por un lado, meten 30 millones de déficit de matute y, por otro, tienen una aguijada para mantener encelada a su parroquia.

Vuelve las páginas y pone su largo, uñoso y retorcido dedo sobre un titular: «El FMI reconoce que subestimó los multiplicadores fiscales.» «El sobreajuste redujo el PIB de la UE hasta tres veces más de lo previsto.»

—¿Qué te parece? Y desde hace tres décadas, nada menos, vienen equivocándose en la evaluación del parámetro. De modo que —agita en el aire el periódico— todos estos cráneos privilegiados, que son en gran medida los mentores de los países en apuros y de la economía global, desconocen de qué hablan. Y, además, creen que la economía predictiva es una ciencia, cuando, en realidad, no es más que una hipótesis que aventura el futuro, aun en el caso de que sus variables describan más o menos ajustadamente la realidad y que ponderen cada una de esas variables de forma adecuada. Porque, siempre, pretender encerrar la vida en una teoría o una hipótesis equivale a intentar recoger agua en un cesto.

—Y tras ellos —prosigue, más burlón que irritado— vienen los políticos. Unos tipos que, en general, desconocen de qué va el mundo, y que compran con una fe ciega las ideas que los técnicos vienen a ofrecerles, y cuanto más simples y novedosas mejor. Mira a tu alrededor, la mayoría de las ideas disparatadas o despilfarradoras han sido sugeridas a un Cleofás político por un diablo Cojuelo técnico, a quien el huero Cleofás ha suplicado que lo hinchase de viento vendible y sobre todo ha implorado que, como en el conjuro tradicional, «que hagáis al Pueblo que se abrace solamente a mí y que me quiera y que me ame, señor Cojuelo».


Pensando que así nos van las cosas, recibo un mensaje de mis tutores clínicos: «Contempla durante media hora “La nave de los locos”, de H.B. Te sentará bien. Un abrazo. Por cierto, nos debes aún el pago de dos sesiones».

Miro a Abrilgüeyu, me mira. Hacemos ambos un gesto con la cabeza y arrancamos hacia la puerta. Doy por concluida la terapia de pasmos y nos dirigimos hacia nuestra sidrería favorita.


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